Yo siempre he vivido cerca del
mar, de mi mediterráneo, y tú siempre has vivido en todas partes. Volviste de
Copenhague con una sonrisa en los labios, las uñas pintadas de morado oscuro, y
bajo la piel el eterno recuerdo.
Hacía tiempo que no nos veíamos
ni compartíamos confidencias. Tomamos un vino en una de estas tardes de
principios de primavera en las que no sabes si hace frío, calor, lloverá o nos
caerá un trueno sobre la cabeza. -Qué tal tu marido? y tus hijos?- te pregunté
cortes. – Bien, sin novedades en ningún frente, fíjate, cada día más grandes-
contestaste risueña mientras me enseñabas en el móvil fotos de los pequeños. Tus
ojos se enmarañaban, probablemente, en sus sonrisas.
No sé muy bien de que modo la
conversación fue derivando en el Existencialismo de Kierkegaard, en su
filosofía, en la condición de la existencia humana. Sobre el individuo y la
subjetividad que habita en la libertad. De la responsabilidad que implica estar
vivos. Supongo que acabamos con algo tan tedioso porque venias de Copenhague.
Ves a saber. Tal vez el vino blanco, o el miedo a hablar de cosas que realmente
nos importen.
Tras la segunda copa de vino de
rueda te dije; – Sabes? En realidad, ahora mismo, más que saber si la angustia
ante la existencia puede ser algo positivo, me interesa saber a qué sabe esa
magdalena de frutos del bosque- reí y señale una magdalena del mostrador. –
jajajajaja, que prosaico y mundano eres cuando quieres- contestaste sonriendo e
iluminando el moderno bar. – Bueno, también me pregunto qué sabor tiene el
pecado- te replique sonriendo.
-Anda vamos, que empieza a
oscurecer-. Pague. (Caro como siempre) Subimos a tu coche, un opel viejo, rojo,
destartalado. De un revoltillo que habías hecho con tu chaqueta sacaste una
magdalena. – Toma la robé para ti.- dijiste riendo. –jajajajajajaja, eres la
leche- la mordí. -Está buena, pero sólo resuelve una de mis dudas, sigo sin
saber a qué sabe el pecado.-
El cielo empezó a llenarse de
nubes grises, dirigiste el coche hacia esa pequeña cala que me vio crecer y
madurar. Empezaba a llover sobre tu coche y sobre las tardes de todos aquellos
que permanecían aburridos en sus casas. Saliste fuera del coche. Te
seguí.
El mundo no dejo de girar. El sol
hacia horas, que vencido, se ocultó tras las nubes. Mordiste un trozo de la
magdalena de frutos del bosque. Sonreías y yo me perdí entre el nácar de tus
colmillos. Miré tu vestido; corto, gris marengo, media
manga en los brazos, cuello alto, ceñido, sin escote. Siempre tuviste una
belleza indómita. Me besaste discreta en la mejilla cerca de la boca. Una gota cayó
entre tus labios y mis mejillas. Te miré. Me miraste. Tu lengua y la mía se
encontraron bajo esa incipiente lluvia de la primera primavera.
Mis manos se perdieron en tu
cintura, y yo perdí la vergüenza, el norte y el pudor, lamí tu boca, me enrede
en tu pelo, susurre en tu oído, manosee tu espalda, baile con la cremallera que
apretaba el vestido a tu cuerpo. Dejé de pensar, empecé a olvidar el pasado, el presente, y a serme indiferente
el futuro, tu marido, mis obligaciones. Desapareció
el mundo. Los tejados dejaron de cubrir edificios, tan sólo importaba lo que había
bajo tu ceñido vestido gris marengo, el color de tu ropa interior y la pulsión
que refulgía en mis venas.
De pronto el pequeño chirimiri se
convirtió en lluvia que caía por tu espalda. Mis tejanos ya no podían aguantar
lo que dentro de ellos había. Tus
pezones se trasparentaban por la lluvia caída y por su dureza.
Diste media
vuelta en el mismo instante en el que la primavera decidió caer sobre los
corazones de todos los que habitamos el hemisferio norte. Apoyaste tus manos contra el coche. Levanté tu
falda y bajo ellas habían unas preciosas medias enganchadas en tus muslos. Un
tanga, pequeño color burdeos que aparté para introducir un dedo y moverlo
dentro de ti, luego otro y otro. Bajé y lamí
aquella maravilla. Gemías, llovía el cielo y el sonido de tu boca se mezclaba
con el olor a arena mojada, que como volutas de incienso y sándalo ocupaban el
lugar en el que estábamos e impregnaba el aire de ti, de mí, de sexo, de
susurros de transgresión.
Aparté mi lengua de tu sexo. Tú arqueaste
tu espalda y ofreciste esos dos lugares. Entré en uno de ellos. El pequeño hilo burdeos de tu tanga rozaba mi virilidad, que
incontrolada entraba y salía en ti. Te agarrabas del techo de tu coche. Tu culito se enseñoreaba en mis ojos mientras
llovía y tronaba en el horizonte, le di un fuerte cachete al compas de tus
movimientos. – EEEEIIII no me dejes ninguna marca-, dijiste, – Duerme esta
noche con pijama, y nadie verá nada- te dije.
No te vi, estabas de espalda. Pero sin duda sonreíste mientras yo observé en ese precioso lugar que
siempre estuvo duro, años atrás por la efervescencia de la juventud, y ahora
por las horas de gimnasio, la marca de mi mano.
Me gustaría pensar que coincidió con
un relámpago. No sé si fue así. Pero movías tus caderas espasmódicamente un
instante antes de tu primera muerte. Yo con mucho esfuerzo aguanté.
Me obligaste a salir a de ti, te
agachaste con la belleza de los movimientos de una gata que está a punto de obtener
su mejor presa, tu mano derecha apretó desde mi trasero y tu mano izquierda cogió los dos recipientes
que a punto estaban de vaciarse. Introdujiste mi virilidad en tu boca, húmeda
y caliente. Se paró el mundo y los relojes. Los ángeles empezaron a sonreír, y
los demonios no podían ocultar su satisfacción. Finalmente, yo, también tuve la
pequeña muerte de los franceses en tu boca.
Llovía en primavera. Te
levantaste de la postura en cuclillas que mantenías, las gotas del cielo
brillaban en tu pelo, en tus pestañas, en tu cara y en tu boca, incluso alguna
de esas gotas refulgían en tus uñas pintadas de oscuro. Un hilillo blanco se
adivinaba por la comisura de tus labios. Tus ojos de hembra mágica brillaban en
el cielo. Me besaste dejando caer en el cielo del paladar de mi boca parte de
la lluvia blanca que contenías sobre tu lengua. Sorprendido la saboreé. Giraba
el mundo.
– a esto, cariño, a esto sabe el pecado-
Entré en conflicto con mi pragmatismo al saborear el pecado a ritmo de lectura!!
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