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lunes, 18 de enero de 2016

COSAS QUE PUEDO SER, COSAS EN QUE PUEDO AYUDARTE.



No sé si puedo restablecerte las fotos que perdiste en el móvil o averiguar esa contraseña que se te olvidó. No creo que pueda ayudarte a recuperar esa hoja de Excel que naufragó entre las tripas de tu ordenador. No sé si podré ayudarte a reparar la televisión o solventar el problema  que dices que tienes con esa lámpara que hace años dejo de funcionar. Y lo siento, jamás se me dieron bien los animales ni la pintura de brocha gorda.

Pero si sé que cuando te aceche el frió tengo aquí guardada una manta de hilo y lana para que te arrope del hielo que pueda recorrer tu espalda en estas tardes de finales de Enero. También sé que cuando te encuentres tan incómoda como una princesa en una pensión, puedes contar con la ternura de los recovecos de mi pecho, mientras mis manos trenzan tu pelo y tus dudas.

Sé también, que cuando tengas sed, en el hueco de mis manos encontraras agua pura y fresca para saciar tu sed y refrescar tu garganta. Cuando tengas dudas tengo una botella de tinta de toro y otra de oporto para compartir mientras el sol se marcha por el oeste. Puedo ofrecerte, si te apetece o la necesitas, una copa con sabor a Sábado por la tarde mientras conversamos sobre el sortilegio que todo lo siembra en Otoño.

Sé que cuando te duela el tiempo y sus horas hagan sangrar tu alma puedo ser bálsamo para esa herida, soplar en ella, lamer las gotitas de sangre. La llama que alumbre tu imagen en el espejo del lavabo. El soneto con el que sueñas, o la caliente fantasía que te roba el sueño y de madrugada dirige tus dedos al sur de tu ombligo.

Sé que puedo ser los segundos en los que aguantas la respiración para recordar esa verdad desnuda y descarnada y descarada que insulta tus certezas los viernes antes del mediodía.

No sé si puedo cuadrar en abril tu declaración de renta y los números del año anterior para que el Sr. Montoro esté contento. Pero creo que puedo ser resguardo para sus tormentas.

Puedo, ya ves, dejar mi saliva en tus labios el huracán tras tu esternón. Incluso, en ocasiones, creo que puedo ser, la maldición que habita en tus ojos, la compasión de tus manos, la maldad que como gotas de agua fría recorre tu espalda. La prohibición que salta en tus pestañas. El ronroneante sonido de tus orgasmos, la presión de tus manos en mi cabeza apretándola entre las piernas. El olor de tus muñecas y tu cuello.



lunes, 4 de enero de 2016

APRENDIENDO A NAVEGAR (Si, el primero del año siempre es sexual…)


Sucede en ocasiones que todo está bien, que tu mundo está en calma y te puedes permitir hacer algunas de esas cosas que habitualmente vas dejando para un momento mejor. Para un instante en que la clepsidra del tiempo deje más gotas para ti y menos para las obligaciones diarias de cada día.

Así que me enfrasque en un curso de patrón de yate. No es que tuviera ni la intención ni la posibilidad económica de comprarme un barco, pero, oye!! Nunca se sabe, y como buen truhan y señor nacido en el mediterráneo por mis venas corría no sólo mi primer amor, sino también el agua y la sal de mi mar.

Las primeras clases, como todas las clases teóricas, fueron aburridas y tediosas. Tú, preciosa desconocida dabas lecciones sobre efectos del viento sobre el rumbo. Distante, fría, con el pelo estirado y recogido en una aburrida coleta. Embutida en un traje chaqueta negro, con tacones insulsos, ni altos ni bajos, camiseta gris marengo, sin ningún tipo de adorno, tan sólo unos pequeños zarcillos en forma de brillante en tus orejitas de niña tímida.  No sé porque imagine que estas clases las daría un tipo con la piel curtida pulseras de cuero, colgantes con algún pequeño diente de tiburón y barba entre hipster y un estudiado desaliño. Pero, no, las dabas tú que más parecías una funcionaria del FMI o la Señorita Rottenmaier. Sería y distante mientras intentabas expresar de modo que alguien de letras como yo entendiera sobre isobaras. Tu distancia y seriedad tan sólo se rompían por el rojo carmín de tus labios y el desparpajo con el que “robabas” el agua de cualquier de los que estábamos escuchándote.

En ocasiones cogías mi botella de agua, entre explicación y explicación de derrotas loxodrómicas, y haciéndolo clavabas tus enormes ojos marrones atravesados por una hoguera de un abrasador fuego de pasión que desentonaba en tu semblante serio. Traspasbas con el rayo de tus ojos como si quisieras ver dentro de mi, como si vieras algo que sólo tú ves. Bebías a morro, descarada, -de nuevo desequilibrando la imagen de tipa sería- dejando un poquito de carmín en la botella y sonreías maliciosa de modo casi imperceptible al dejarla, de nuevo, a mi lado.

Por fin llego el final, y llego el momento de poner en practica todo lo que teóricamente había aprendido. Trascurrió el día, alejándonos de la costa. El velero, objeto sin vida, parecía intentar que un novato como yo aprendiera a navegar. Llegó, como siempre llega la  noche llegó con una ligera brisa que a pesar de la época traía olor a sal, a mar, a aventura y a mayo. Sin tierra a la vista. Noche cerrada en la que una luna en cuarto menguante observaba el agua del mar y a Dubha, Merak y Phechda, formando con sus hermanas, la osa mayor.

Salí a cubierta y agachándome para poder pasar con tranquilidad bajo la Botavara  me dirigí a Proa.  Naufrague en mis pensamientos, mirando las suaves olas, las estrellas, revisando el pasado. Disfrutando el viento en mi cara y la sal en mi nariz. Te oí llegar andando descalza por atrás. Pies pequeñitos y las uñas pintadas de magenta oscuro. Ya no parecías una funcionaria del FMI, pantalones con dibujos militares ajustados y con muchos bolsillitos, camiseta de tirantes negros apretada, sin sujetador, tus pezones marcados por el vientecillo que recorría la noche. Pelo suelto, revuelto y  caído sobre tus hombros. Varios colgantitos de esos pretendidamente étnicos, pulseras. Tus manos atrás en la espalda.

Te diste la vuelta para enseñarme que escondías una  botella de cava, de esas pequeñitas, un benjamín. – El espacio de los veleros,- dijiste riendo e iluminando la noche con unos perfectos dientes blancos.  Bebimos el cava, a morro como el agua.

Mientras una pequeña nube tapaba la luna, y aprovechando una complicidad recién nacida por la soledad y el idílico momento me besaste. Y, yo, claro está, recogí ese guante. Te seguí el juego. Caímos besándonos a la madera de la cubierta, tu boca sabía a cava y tú olías a sal  y mar. Me quitaste la camiseta bajaste lamiendo mi barbilla, mi cuello y mordiste mis pezones. Apretaste algo más de la cuenta y sonreíste con una angelical maldad. Te quite la camiseta negra, tus pechos eran deliciosos, un precioso lugar en el que perdí mis manos, mis dedos, mi lengua y mis labios entreteniéndose entre tus pezones enhiestos y duros, por la excitación, por el viento… porque, así eras, me dio por pensar.

Tú, sin necesitar ayuda de nadie, -algo me hizo pensar, que no te hacía falta para nada- te quitaste los pantalones, bajo ellos no llevabas ropa interior. Sonreí. Me cogiste la mano izquierda y la dirigiste a tu sexo, húmedo, sin pelo, terso. Apoyaste las palmas de tus manos y de tus pies en el suelo arqueando tu espalda. Yo me entretuve mordiente tus pezones, me atrevía morderte tan fuerte como tú me habías mordido, y mis dedos  medio y anular en ese lugar que tan húmedo estaba… Eras tú la que imponía el ritmo, que empezó rápido para convertirse en frenético y transformarse en endiablado. Tu humedad recorría tus muslos y empezó a competir con la del mar que nos mecía en el velero. Apartaste mi mano, cogiste el benjamín y tú misma seguiste el trabajo mientras esos labios que antes bebían mi agua empezaron a apretar y morder mi virilidad que a estas alturas, estaba en competición, en dureza, con el mástil y el  puño de driza. Estaba a punto, muy a punto de acabar inundando el cielo del paladar de tu boca. En ese momento dejaste lo que hacías con tu boca liberándome de tu interior. Sacaste el benjamín de donde lo habías metido, y alargando la mano sacaste un preservativo de uno de los bolsillos de tu pantalón.

Te arrodillaste con tu pelo al viento, tu cara a proa y tu culito a popa. Me diste el preservativo con una sonrisa y una invitación que no iba a rechazar. Entré y a los pocos movimientos, con tu mano izquierda cogiste mi virilidad y la sacaste de donde la había introducido giraste un poco tu cabeza sobre tu hombro, me sonreíste endiablada, y lo guiaste hacia ese otra abertura de tu cuerpo. Entré en ese apretado lugar mientras tu mano se ocupaba de la parte delantera. Aullabas como una loba que quiere decir a la luna que no empequeñeciera. Y, o eras la mejor actriz del mundo, o tus pequeñas morts ya no podían contarse con los dedos de una mano.  Yo acabé en uno de esos aullidos, uniendo mis gemidos a los tuyos. Sudábamos placer y pasión.


El preservativo que me habías regalado lo sacaste con cuidado. Tumbada, mientras tus senos desmentían cualquier ley sobre la gravedad esparciste su contenido sobre tu pecho y tu vientre regalando especialmente tus pezones. Mientras sonreías pizpiretas. No sé cómo son las funcionarias del FMI, pero desde luego nada tenias que ver con la Señorita Rottermaier. Nos quedamos tumbados como si fuéramos viejos amantes. Tú simulaste dormir el resto de la noche, y yo aparente descansar hasta que el sol empezó a despuntar por el oeste.