Seguidores

miércoles, 26 de enero de 2011

A LAS MUJERES QUE NO AMARE

No nos conoceremos en un bar, ni me robaras la cerveza aún por pagar. No se parará el murmullo del tiempo paralizado en uno de tus parpadeos ni ninguna estrella me brindara tu amor. Ni a ti el mío. Me pierdo tu sonrisa, dibujando en el tapiz de silencio que queda pendido en el aire tras el sexo desbordado, felicidades de futuro inmediato como si esa felicidad futura dependiera de tu aliento. Tus labios perdidos buscando mi boca y escondites remotos en los pliegues de mis camisas malplanchadas.

Te pierdes mi mirada mientras cae la lluvia tras el cristal que malesconde tu piel desnuda, el calor de las espurnas incandescentes del fuego de mis manos, mis dedos bailando por tu espalda, su caricia en el remolino de detrás de tu cuello. No compartiremos los miedos encontrados, los temores superados. No tendremos pequeñas muertes en los chaparrones de verano, ni besará la espuma del mar tu pelo,- al menos no en mi compañía-. No te ayudaré cuando llores. No secaras mis lágrimas.

Tus gritos de deseo, uñas en mi pecho, el primer beso al despertar de las mañanas; ese que le roba el primer sabor al desayuno. El vino compartido, el alto en el camino, el café recalentado. Los desembarcos en islas alejadas de rutina. Las acacias creciendo al son de tus pasos. No estará tu ropa tendida junto a la mía ni se sentirá, jamás, mi colchón deshabitado de tu aroma.

El delirio de la carne deteniendo el reloj y sus horas, mi mirada protegiéndote las noches en que te despierten los malos recuerdos del pasado, las pesadillas de aquello que no has superado. Mi locura acompañando tus pestañas. Los gritos y el silencio empapado en tus mejillas. Tu cintura bailando para ahuyentar los miedos, mis brazos para amortiguar tus caídas.

Nos perdemos las sabanas enrolladas en mis piernas mientras tú te acurrucas en mi pecho y esperamos la primavera. Algún viaje a París y muchos a tus caderas.

Nos ahorramos, al menos, la guerra de miradas, el odio declarado, los temores de abrazos disfrazados, las despedidas descaradas. El frío de los adioses congelando la yema de los dedos y la memoria.

martes, 18 de enero de 2011

UN CAFÉ?

No es que yo sea fan ni seguidor de Miguel Bosé, pero el otro día, en casa de unos amigos entre copas y risas, entre vino y comentarios, entre confidencias y más vino sonó una canción de Miguel Bosé decía algo así como: “… toda siempre es poca y muévete bien, bien, bien , que nadie como tú me sabe hacer....uff café.” El caso es que la cancioncita de marras me dio por pensar en el café. Ya veis que estupidez, la cancioncita puede invitar a pensar en muchas cosas, pero a mi me dio por pensar en el café. Y es que, creo que todos, tenemos una extrecha relación con esa bebida, que como la vida huele mejor que sabe.

Quizás los primeros recuerdos que tengo del café es el de aquellos cafés, recalentados, que tomaba cada mediodia en casa de mi abuela. Mujer ejemplar, suave de años, arquitecta de vida, alfarera de esencias, doctora de dolores de dentro esos que se curaban con un café calentito. Yo salia de casa de mis padres e iba andando por una vereda que tenia a su derecha un colegio de los que antes se llamaban “nacionales” y a su izquierda un bosque que ya no existe, que ya no es (el hormigon pudo con él). Era un café tranquilizador y pausado de consejos no siempre escuchados, de manos siempre abiertas.

El café que recuerdo con más cariño, y supongo, que seguira siendo así mientras los caprichosos dioses tengan a bien dejarme por aquí, es el café de mediatarde que tomaba mientras estudiaba pesados y sesudos libros de la facultad. Estudiaba en casa de papa y mama. En la parte de arriba, apartado del mundo, apartado de ti. Mi cabeza intentaba llenarse de leyes, de normas, de procesos y de formas de construirlas y de copiarlas en los examenes. Mi padre se levantaba de su siesta o entraba de regar –a falta de sus cirerers i tarongers- las rosas que siempre regalaba, paraba un segundo por mi lugar de estudio y preguntaba - ¿cómo va? Ahora hago un café. Bajaba y ponia una cafetera de esas tipo moka, de metal, octogonales. El aroma del café subia por las escaleras como suben las esperanzas, inundaba mi lugar de estudio como queriendo decir que todo iria bien, daba la sensación que el humo que salía de esa cafetera quisiera bailar conmigo un solo segundo, para, en ese eterno segundo, hacerme olvidar los males, las dificultades del estudio. Era un aroma embriagador, reparador del sueño, del dolor de espalda y de codos. Compartia un café con mi padre, su sabor, su conversación tras el runrun inapetente de la tele al fondo. Diez minutos de impagable gloria compartida.

Los cafés, siguiendo lo anterior, mezclados con cocacola para intentar burlar al sueño, como si eso fuera posible. Intentado que, como las buenas mujeres que pasan por tu vida, te deje sin dormir toda la noche.

Esos cafés que tomas simplemente por tomarlos, a media mañana, con un amigo, un cliente o un compañero de trabajo. Aparentemente insulso, y sin embargo con la suficiente fuerza para tenerte a su alrededor unos minutos. De amistad, o de odio. Porqué no? Incluso los enemigos pueden serlo alrededor de un café.

Quien no ha tenido que dar una mala noticia, dejar a alguien por ejemplo, y lo invita a un café, consciente que por más azucar que le ponga, la noticia que le vas a dar será una noticia amarga. Dejar a una pareja mientras ves como da vueltas con una cucharilla de desconsuelo a un café agrio que dejará en sus posos un mal futuro por leer. Un café que será amargo y cruel porque sabrá a despedida, a mancha en la camisa.

Ese café de madrugada que nunca sabe tan dulce como las noches en las que duermo contigo. El más sabroso el que tomo antes de que despiertes, mientras velo tu sueño, mientras cuido tu despertar, aquel café que luego besa tu boca.

No sé, la cancioncita me dio por pensar en café. Si quieres te invito a uno ¿te apetece?

martes, 11 de enero de 2011

MANERAS DE VIVIR

No, no me refiero a la canción de Rosendo (que por otro lado no está nada mal) sino a los diferentes talantes que podemos observar en distintas personas al enfrentarse a este estrecho y arduo sendero plagado de hojas y estambres de azaleas y crisantemos, que es la vida. No sé muy bien si una casualidad o un regalo de dioses que nos tienen olvidados, pero un regalo al fin y al cabo. Regalo que tan sólo nos exige ser felices.

Hay quien nunca alcanza sus sueños porque nunca está lo suficientemente despierto para logarlos o luchar por ellos, y se pasa la vida perdido como una gaviota en el centro de Madrid, como un mendigo en galerías Lafayette. Dejándose llevar por los deseos de los demás, cobijados siempre bajo las faldas o los fuertes brazos de alguien.

Quien piensa que la vida no es más que un ensayo, una especie de entrenamiento o preparación para lo que ha de pasar, sin darse cuenta que no, que la vida no es lo que ha de pasar, lo que ha de venir. La vida es lo que está pasando. Lo que está pasando aquí y ahora. Hic et nunc que decían nuestros abuelos del lacio.

Hay quien decide perdérsela llenando su cuerpo de anfetas, penas y alcohol lamentándose a todas horas por olvidados y tristes rincones de ciudades y almas pérdidas que no le escuchan, de su negra suerte. Suerte que nunca hicieron nada por cambiar. Que nunca harán nada por cambiar.

También hay personas que deciden no perderse ninguna parte de atrás del coche, ninguna sensación, ninguna alegría, ninguna fiesta, ninguna oportunidad, ninguna gota de vino. Y hay quien se pierde, para siempre, enamorado de la poesía que escribe sin letra, en el aire lánguido de otoño, el movimiento de tus caderas.

Hay quien nunca se pierde en ningún lugar, en ninguna cadera, en ningún escote descarado, en ningún movimiento de tu pelo, en ninguna mirada, y tal vez por eso, precisamente por eso se pierden la vida.

Hay quien entra descalzo y desnudo de prejuicios en esta orgía que es la vida. Quien se come a bocados y sin piel todas las manzanas prohibidas y quien nunca se come nada.

Hay quien nunca ha leído a Jean- Paul Sartre, -ni puta falta que le hace-, para saber que el hombre nace libre, responsable y sin excusas. Así viven su vida; libres, responsables y sin excusas. Supongo que la mejor manera de vivirla

domingo, 2 de enero de 2011

EL PRIMERO ES SOLO PARA ADULTOS

En ocasiones, en muchas ocasiones, no sabes como suceden las cosas, no sabes en realidad que ha pasado, como ha pasado, por qué ha pasado… En realidad da un poco igual. En ocasiones, también, tienes momentos cargados de magia y de momentos exquisitamente sexuales.

Tampoco sé muy bien como empezó esta historia; supongo que como siempre, con besos y caricias robados a los dioses, con vino robado a la tierra, con miradas robadas al alma, esas que te llevan al campo de batalla más de una vez recorrido que es el sexo. Pero en mitad de un beso, de uno de esos que se olvidan un segundo después de haberlo dado, harto de ser el único desnudo, te arranqué la poca ropa que abrigaba tu cuerpo, que cubría tu piel y tus mal escondidos deseos. Te la arranqué no apetecían sutilizas, ni te quieros soplados al oído como el que sopla heridas. No apetecian poetas ni poemas. Cuando dijiste las primeras palabras de la pasión que debería de estar desatada y permanecia amarrada a ves a saber donde.

- Eiiiiiiiii, no sé si sabes que por ahí yo jamás….

No dije nada. No hablé. No hacia falta. Vi claramente como leíste en el verde acero de mis ojos lo que decía a silenciosos gritos mi deseo, como entendiste claramente que ya no eres una niña, que hace muchos años que dejaste de serlo, que no tenías porque ser siempre una dama.

Así que en vez de hablar o gemir, deje caer desde mi boca más saliva a la punta del final de aquella parte de mí cuerpo que tantas veces entró en tu boca para empaparse de tu saliva, para dejar su blanca lluvia en el cielo rosado y sin estrellas del paladar de tu boca, para recorrer blanca tu lengua y tus labios, esos que yo mil y una noches había besado.

Acerqué mi virilidad al final de tu espalda. Allí donde se le da un nombre mucho más interesante. Empujé. Gritaste. Sentiste dolor, un dolor que se mantuvo en tu memoria el tiempo que se mantiene el primer mal olor de una olla de café, ese que luego da paso a un maravilloso aroma que todo lo invade de vida y huracanes de deseo y desaprisionan la pasión del árbol del pudor. Pudor inexistente ya. Pero no era olor lo que te invadía, era parte de mi hombría lo que estaba dentro de ti.

Giraste tu cabeza y tu pelo, tu lengua y tus manos que se apretaban contra el suelo buscaron el tanga que minutos atrás arranqué de tí. Lo mordiste fuertemente como las indias en las pelis de vaqueros muerden un palo de abedul mientra les extraen balas de sus heridos brazos. Gemías, medio gritabas. Gemidos que andaban de puntillas y con mucho cuidado por ese fino hilo enhebrado de plata que separa el dolor del placer, con miedo a caer en el lado equivocado. Seguí moviéndome, entrando y saliendo de ti, agarrado a tu pelo y perdida mi vista en la curva de tu espalda y sus lunares.

Tus gemidos definitivamente cayeron, de bruces y sin remisión ni excusa ni duda, del hilo de plata. Cayeron al lado del placer y allí se quedaron retozando un buen rato, aprisionados en los brazos del disfrute, yaciendo en una gloria casi recién experimentada. Permanecieron el tiempo justo para que yo terminara mi movimiento, para que yo acabara explotando dentro de ti dejando bien patente que el sexo es la cosa más natural del mundo y que nosotros nos llevábamos muy bien con la madre naturaleza.

Depositamos en la cuenca del hueco de tu ombligo, líquidos y fluidos de nuestro cuerpo, entre otros, tu sudor y mi saliva. Allí se mezclaron con la misma magia que los ancestrales alquimistas embarullaban sus mejunjes y potingues en busca de la eterna juventud, desconocedores, quizás, que esa eterna juventud tan sólo puede encontrarse en juegos como los que tu y yo acabábamos de disfrutar.