No creo que, ni tú ni yo, sepamos donde está la felicidad, donde se esconde, en cual de los recovecos que dejan los buenos momentos se agazapa para que no la encontremos y no sepamos aprenderla con las manos desnudas. No sé.
Creo que tenemos la obligación, quizás la única, quizás la más importante, de ser felices. Sobretodo porque el tiempo pasa. Uno de mis momentos de felicidad es cocinar para la gente que quiero, - y por supuesto para mí- así que el otro día invité a unos amigos, a familiares más bien, a comer a casa.
Preparé mis aperos de cocina; delantal negro, tabla para cortar, cuchillo de esos japoneses con mango negro y borde afilado. Preparé el ritual, y me dispuse a pasar un muy buen momento. Música por toda la casa, incienso muy suave y una copa de vino tinto que me acompaña en la cocina.
Lo que preparé es osobuco de pavo en salsa de castañas y cerveza negra. Encendí los fogones de casa, esos que hace tiempo dejaron de tener el encanto del fuego ancestral pero que tienen la practicidad de la vitrocerámica. Fui dejando trascurrir el tiempo mientras cortaba cebollitas de estas muy pequeñas para caramelizarlas con mantequilla, nuez moscada y tiempo.
Empecé a cortar y preparar todo aquello que necesitaba para aderezar las viandas que horas después nos deleitarían, o no, escuchaba música, bebía algo de vino. Besaba de tanto en tanto a mi chica. Fuera el tímido sol de otoño no lograba calentar el ambiente, el mundo seguía en su loco giro hacia ningún lugar, hacia ninguna parte. Las hojas pintaban de amarillo la puerta de casa. Fuera el mundo seguía siendo hostil y cruel. Pero dentro no, dentro la carne empezaba tomar su consistencia, los higos se cubrían con jamón recién cortado. Empezaba a oler a castañas, a comida de recreo. El vino iba acompañando mi garganta y mi diástole. La música paseaba por el comedor y por la cocina. Bruce Springsteen acertadamente nos recordaba
Better days with a girl like you
These are better days baby
These are better days its true
These are better days
Better days are shining through
Poco a poco la mesa era una realidad. La cocina un campo de batalla ganada. Mis amigos, mi familia, con mi pequeña ahijada llegaron con el condumio casi casí a punto de acabar. En el mejor momento. La Piccola intentaba ayudarme a dar los últimos puntos de sal de los pucheros, mientras me besaba recordándome que me quiere, de ellos surgía un chufchuf y de mi corazón, como en la canción de Miguel Bosé, surgía un bumbum. Una pizca de cardomomo mezclado, en mis manos desnudas antes de esparcirlo, con pimienta verde y rosada recién molida. De la olla baja de barro aparecían virutas de humo que inundaban de un olor a futuro y a bienaventuranzas la casa, un aroma a cariño y concordia recorría la distancia hasta el comedor, como si fuera un furtivo susurro que quisiera abrazar a mis invitados. Recordándoles que son bienvenidos. Arrullando a mi chica y su secreto y acurrucándose en los rizos que guardan mi paz.
Los fragmentos de olor y humo, parecían volar indicando el lugar donde habita la estrella polar y ronroneaba en el aire diciendo; nunca estarás solo. Después, mesa compartida, risas acompañadas con un buen vino tinto de veranos secos e inviernos fríos, que sirvió para recordar a los que no están, para brindar por la vida de los que vendrán.
Creo que tenemos la obligación, quizás la única, quizás la más importante, de ser felices. Sobretodo porque el tiempo pasa. Uno de mis momentos de felicidad es cocinar para la gente que quiero, - y por supuesto para mí- así que el otro día invité a unos amigos, a familiares más bien, a comer a casa.
Preparé mis aperos de cocina; delantal negro, tabla para cortar, cuchillo de esos japoneses con mango negro y borde afilado. Preparé el ritual, y me dispuse a pasar un muy buen momento. Música por toda la casa, incienso muy suave y una copa de vino tinto que me acompaña en la cocina.
Lo que preparé es osobuco de pavo en salsa de castañas y cerveza negra. Encendí los fogones de casa, esos que hace tiempo dejaron de tener el encanto del fuego ancestral pero que tienen la practicidad de la vitrocerámica. Fui dejando trascurrir el tiempo mientras cortaba cebollitas de estas muy pequeñas para caramelizarlas con mantequilla, nuez moscada y tiempo.
Empecé a cortar y preparar todo aquello que necesitaba para aderezar las viandas que horas después nos deleitarían, o no, escuchaba música, bebía algo de vino. Besaba de tanto en tanto a mi chica. Fuera el tímido sol de otoño no lograba calentar el ambiente, el mundo seguía en su loco giro hacia ningún lugar, hacia ninguna parte. Las hojas pintaban de amarillo la puerta de casa. Fuera el mundo seguía siendo hostil y cruel. Pero dentro no, dentro la carne empezaba tomar su consistencia, los higos se cubrían con jamón recién cortado. Empezaba a oler a castañas, a comida de recreo. El vino iba acompañando mi garganta y mi diástole. La música paseaba por el comedor y por la cocina. Bruce Springsteen acertadamente nos recordaba
Better days with a girl like you
These are better days baby
These are better days its true
These are better days
Better days are shining through
Poco a poco la mesa era una realidad. La cocina un campo de batalla ganada. Mis amigos, mi familia, con mi pequeña ahijada llegaron con el condumio casi casí a punto de acabar. En el mejor momento. La Piccola intentaba ayudarme a dar los últimos puntos de sal de los pucheros, mientras me besaba recordándome que me quiere, de ellos surgía un chufchuf y de mi corazón, como en la canción de Miguel Bosé, surgía un bumbum. Una pizca de cardomomo mezclado, en mis manos desnudas antes de esparcirlo, con pimienta verde y rosada recién molida. De la olla baja de barro aparecían virutas de humo que inundaban de un olor a futuro y a bienaventuranzas la casa, un aroma a cariño y concordia recorría la distancia hasta el comedor, como si fuera un furtivo susurro que quisiera abrazar a mis invitados. Recordándoles que son bienvenidos. Arrullando a mi chica y su secreto y acurrucándose en los rizos que guardan mi paz.
Los fragmentos de olor y humo, parecían volar indicando el lugar donde habita la estrella polar y ronroneaba en el aire diciendo; nunca estarás solo. Después, mesa compartida, risas acompañadas con un buen vino tinto de veranos secos e inviernos fríos, que sirvió para recordar a los que no están, para brindar por la vida de los que vendrán.