Hay
penas que más que doler son la representación teatral de un pequeño disgusto,
la pintura de un cuadro que pretende ser triste cuando en realidad no es más
que la continuidad de un guión que parece preestablecer nuestras vidas. No sé!!,
así como cuando pierde nuestro equipo o cuando no nos sale bien un proyecto que
sabemos que podremos reemprender más tarde.
Sin
embargo, hay otras penas, las de verdad, que se enganchan en el alma que
aprietan la sístole y la diástole, que hacen que perdamos el rumbo el norte y
el timón. Que viajan por las venas y las
arterias entristeciendo todos y cada uno de los poros de tu piel. Penas que
hacen que lluevan lagrimas en tu estomago por no rodar por tus mejillas.
Penas
negras y oscuras como el hueco que se queda entre los dientes cuando la vida de
un puñetazo te arranca un par de muelas. Penas rojo intenso como la sangre
desperdiciada de tantos. Penas que son como esas despedidas de los seres
queridos que sabes que no volverás a ver. Penas que te dejan una fatiga en la espalda, esa fatiga que estará
siempre enredada en tus vértebras, las que ponen canas, arrugas y vida a los
años.
Penas que oscurecen las mañanas y amargan las
puestas de sol vespertinas del mediterráneo, que se instalan en ti como astillas
clavadas fuertemente entre las uñas, y que aún arrancándolas dejan una
indeleble cicatriz allá donde se han posado.
Hay
penas que, en definitiva, te hacen más fuerte. Qué otro remedio queda?