La mayoría de nosotros, afortunadamente, tenemos un pasado con más o menos éxitos y fracasos, con más o menos noches de gloria, triunfo, laureles y días de pérdida, e injusticias personales. Y tenemos un presente, tal vez lleno de ilusiones o de dificultades o de convencimiento de que seguimos haciéndonos viejos y cambiando nuestro pelo por canas o por tintes para disfrazarlas. Somos también poseedores de un futuro. Incierto pensareis. Claro!! Incierto, el futuro siempre va un paso por delante nuestro. Y por mucho que queramos correr tardaremos siempre sesenta minutos en alcanzar la siguiente hora. Pero a pesar de ello como a ese viejo guerrillero asesinado en Bolivia a todos nos gusta ir hacia el futuro y hacia su victoria siempre. Y aunque todo puede acabar en el soplo de un dios enfadado, aún muchos, tenemos la certeza de que seguimos escribiendo en el texto de nuestras vidas, seguimos teniendo tiempo, siendo tiempo y por tanto formando una pequeña porción de la eternidad. Incluso tenemos tiempo para odiar a los dioses del tiempo.
Lo cierto es que, a casi todos como si fuéramos Ebenezer Scrooge, en una u otra forma nos acompañan revoloteando sobre nuestras cabezas como golondrinas alocada en movimiento, jugueteando entre los pasos que damos al andar, amarrados al cinturón que pende de nuestra cadera o tras el espejo en que nos reflejamos al aseanos por la mañana los tres espíritus que tan bien describió Charles Dickens en a Chritmas Carol, allá por 1843.
Pero, os habéis parado a pensar en aquellas personas a las cuales el tercero de estos espíritus le ha abandonado y hace tiempo que lo espera detrás de la puerta. Hay personas que no tienen futuro, ni tan siquiera inseguro, ni tan sólo tienen un futuro gris o negro, o malo. Simple y llanamente no tienen. No tienen más flores que coger. Tienen tan sólo la certeza de que su futuro es esperar como esperan las aves migratorias al final del invierno austral, esas que saben que cuando emprendan vuelo no volverán a encontrar el camino de regreso.
Personas a las que sólo les queda soñar despiertas, cantar en voz baja sin que los escuche más que el niño o la niña que aún llevan en su interior para no estar perdido, para poder seguir teniendo la estrella polar al norte. Ese niño o niña que habita en nuestras tripas y tras nuestras costillas y que nos permite mantener la cordura a pesar de las inseguridades.
Personas que se aferran a todos los recuerdos que durante su vida han ido almacenando en una cajita de aplomo con filigranas doradas, forjada por años y experiencias, por manos fuertes envueltas en seda azul de vida. Una cajita que no te das cuenta lo grande que es hasta que la abres y allí encuentras tus ojos, sin rendirse, devolviéndote la mirada, devolviéndote una sonrisa que te dice, ves, mira aquí dentro ufffff que bueno ha sido este tramo de camino, y que duro también uffff has vivido. Revisar las felicidades allí guardadas, es lo mejor que les queda tras el final del corto, siempre corto, viaje.
Personas que podemos ver en muchos hospitales, tras muchas esquinas que nunca se doblan e incluso en algún parque dando de comer a esas aves migratorias que quizás no vuelvan al sur, que quizás en ese parque concluyan, como ellos, su último vuelo. Personas a las que su segundo espíritu, el del presente, enfermo y dolorido de pulmones destrozados de vida no les queda más que mirarse en el reflejo de lo que fueron, ya que nunca serán…. Ya que tan sólo fueron y son. Son siendo conscientes que en el futuro seguirán migrando aves y creciendo arboles, y rompiéndose y creándose amores, y naciendo niños e inventando cosas. Incluso, puede ser, algo que cure los males que los afligen, pero que no estarán para verlo, que muchas cosas seguirán pasando cuando ellos se hayan detenido.
Hombres y mujeres que saben que el presente no es más que la suma de las vivencias del pasado. Que en su presente de supervivencia, de heridas con vinagre y sal que no se calman con el viento de la boca soplado por aquellos que les aman, son unos maestros de su pasado repleto de fotos miradas con ternura y con un rastro de lagrimas de nostalgia que golpea en el contestador de sus cerebros; valió la pena chaval, valió la pena. Aventuras de recuerdos perdidos y encontrados en ese cajón años a cerrados. Memoria de un tiempo que fue, y ya no será, pero memoria al fin y al cabo, observadores del tiempo pasado. Pasado con contenido y con vida vivida, tiempos pretéritos de amor, de besos robados y entregados. Guerreros de las sonrisas de ayer. Esos que, precisamente porque salto por la ventana el tercer espíritu, no olvidan que la magia de ayer puede ser hoy, y que tal vez, sea mañana.
Personas que viven un presente con el miedo como mejor amigo, porque parece que la vida es una fiesta a la que ya no están invitados, un libro que ya han leido y tan sólo encienden hogueras de dignidad y tranquilidad en su alma para no sentir penuras, para que no les afecte el mundo, para no afectar al mundo. A los que no hace falta que les venga Amos Alcott para decirles que el tiempo es nuestro mejor amigo y el que mejor que nadie nos enseña la sabiduría del silencio.
Lo cierto es que, a casi todos como si fuéramos Ebenezer Scrooge, en una u otra forma nos acompañan revoloteando sobre nuestras cabezas como golondrinas alocada en movimiento, jugueteando entre los pasos que damos al andar, amarrados al cinturón que pende de nuestra cadera o tras el espejo en que nos reflejamos al aseanos por la mañana los tres espíritus que tan bien describió Charles Dickens en a Chritmas Carol, allá por 1843.
Pero, os habéis parado a pensar en aquellas personas a las cuales el tercero de estos espíritus le ha abandonado y hace tiempo que lo espera detrás de la puerta. Hay personas que no tienen futuro, ni tan siquiera inseguro, ni tan sólo tienen un futuro gris o negro, o malo. Simple y llanamente no tienen. No tienen más flores que coger. Tienen tan sólo la certeza de que su futuro es esperar como esperan las aves migratorias al final del invierno austral, esas que saben que cuando emprendan vuelo no volverán a encontrar el camino de regreso.
Personas a las que sólo les queda soñar despiertas, cantar en voz baja sin que los escuche más que el niño o la niña que aún llevan en su interior para no estar perdido, para poder seguir teniendo la estrella polar al norte. Ese niño o niña que habita en nuestras tripas y tras nuestras costillas y que nos permite mantener la cordura a pesar de las inseguridades.
Personas que se aferran a todos los recuerdos que durante su vida han ido almacenando en una cajita de aplomo con filigranas doradas, forjada por años y experiencias, por manos fuertes envueltas en seda azul de vida. Una cajita que no te das cuenta lo grande que es hasta que la abres y allí encuentras tus ojos, sin rendirse, devolviéndote la mirada, devolviéndote una sonrisa que te dice, ves, mira aquí dentro ufffff que bueno ha sido este tramo de camino, y que duro también uffff has vivido. Revisar las felicidades allí guardadas, es lo mejor que les queda tras el final del corto, siempre corto, viaje.
Personas que podemos ver en muchos hospitales, tras muchas esquinas que nunca se doblan e incluso en algún parque dando de comer a esas aves migratorias que quizás no vuelvan al sur, que quizás en ese parque concluyan, como ellos, su último vuelo. Personas a las que su segundo espíritu, el del presente, enfermo y dolorido de pulmones destrozados de vida no les queda más que mirarse en el reflejo de lo que fueron, ya que nunca serán…. Ya que tan sólo fueron y son. Son siendo conscientes que en el futuro seguirán migrando aves y creciendo arboles, y rompiéndose y creándose amores, y naciendo niños e inventando cosas. Incluso, puede ser, algo que cure los males que los afligen, pero que no estarán para verlo, que muchas cosas seguirán pasando cuando ellos se hayan detenido.
Hombres y mujeres que saben que el presente no es más que la suma de las vivencias del pasado. Que en su presente de supervivencia, de heridas con vinagre y sal que no se calman con el viento de la boca soplado por aquellos que les aman, son unos maestros de su pasado repleto de fotos miradas con ternura y con un rastro de lagrimas de nostalgia que golpea en el contestador de sus cerebros; valió la pena chaval, valió la pena. Aventuras de recuerdos perdidos y encontrados en ese cajón años a cerrados. Memoria de un tiempo que fue, y ya no será, pero memoria al fin y al cabo, observadores del tiempo pasado. Pasado con contenido y con vida vivida, tiempos pretéritos de amor, de besos robados y entregados. Guerreros de las sonrisas de ayer. Esos que, precisamente porque salto por la ventana el tercer espíritu, no olvidan que la magia de ayer puede ser hoy, y que tal vez, sea mañana.
Personas que viven un presente con el miedo como mejor amigo, porque parece que la vida es una fiesta a la que ya no están invitados, un libro que ya han leido y tan sólo encienden hogueras de dignidad y tranquilidad en su alma para no sentir penuras, para que no les afecte el mundo, para no afectar al mundo. A los que no hace falta que les venga Amos Alcott para decirles que el tiempo es nuestro mejor amigo y el que mejor que nadie nos enseña la sabiduría del silencio.