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jueves, 24 de octubre de 2013

DÉJAME QUE TE CUENTE


Siéntate un ratito conmigo. Siéntate y abre ese vino que guardas para las buenas ocasiones. Yo traigo aquí un ramillete de canciones y un paraguas, que aunque no abriremos jamás, podrá servir por si llueve. Siéntate conmigo y déjame que te cuente. Déjame que te cuente que cuando te marchas mi cama queda fría y algo vacía. Que no siempre digo la verdad, ya ves con los años yo también he aprendido el oscuro arte de mentir cuando la vida obliga a hacerlo, pero que miento muy pocas veces.

Déjame que te cuente, aunque tal vez ya lo sepas, que tengo muy mal genio, pero que soy incapaz de odiar, y que al final de los finales siempre acabo dando más peso a las cosas buenas, incluso a aquellos amigos que tal vez no se lo merezcan.

Que a veces echo de menos el lago que habita en tus besos, que no me gustan las despedidas ni el acre sabor que deja el recuerdo. Que para siempre no es tanto tiempo, tan sólo  los momentos en los que estemos vivos. Que me gusta beber de tu boca, enredarme en tus manos, perderme en tu pelo, soplar tus heridas, enviarte una poesía, atraparte en mis dedos, que me mires y sonrías, que te encuentres en el color de mis ojos, que existas, que seas y estés. Que me gustaría ser el lugar donde te escondes,  tu momento de recreo, tu mejor canción, la caricia de tus sombra, el poema con el que des la bienvenida al día, el murmullo que derrame sonrisas en tu boca. O, fíjate, el héroe de tus sueños que te salva en esas madrugadas grises y desagradables sin estrellas que acaricien el alma. 

Déjame que te cuente alguna de mis batallitas, como que me crié saltando entre almenas de un castillo en el que aprendí vida  y me rompí huesos. Tal vez por eso me encante soñar y aunque procuro tener los pies en el suelo mi cabeza se encuentra muy cómoda en el cielo.

Déjame que te cuente que no todas las palabras se las lleva el viento, algunas quedan engarzadas en el alma como un brillante en el mejor oro,  ese que  acaricia tu cuello o tus dedos.

Déjame que te cuente que a veces le escribo al viento, a veces a nadie. A veces a vos.

Déjame que te cuente que hay heridas que no se curan, que echo de menos a la persona que llamaba cirerer a mi sobrino y que no le puso nombre a mi hijo, su magia y sus dedos, su mirada fría llena de calor, de espurnas que revolotean en el aire diciendo “”cuidadito””. Su sombra, sus cometas de caña y plástico, sus aviones de papel, sus barcos de corcho y madera, pechinas en sus manos…. Su magia.


Déjame que te cuente que me gusta el olor de la nuez moscada recién molida y el de tu cuerpo al salir del agua del mar en las noches de verano. Que las mejores palabras se dicen en silencio, sin ruido. Que entre el blanco y el negro es mentira que haya toda una escala de grises… Hay un enorme manojo infinito multicolor. Ves a saber, tal vez, un arco iris que lleve a ese lugar en el que vale la pena intentarlo, en el que habitan nuestros sueños.

miércoles, 9 de octubre de 2013

SIEMPRE HAY UN BARCO QUE NAUFRAGA EN MADRID.

Tal vez, como siempre me pasa en estas fechas, el principio del Otoño y la caída de las hojas acres y las nubes con formas de dragones sin fuego me pille algo melancólico, sensible, emotivo y con sueños en las pestañas. No sé. Quizás sólo sea el polen que invisible vuela por el aire sobre las margaritas que siempre dicen que me quieres, y sobre las golondrinas que regresan. No sé.

El caso es que este hombre que soy. Mediterráneo. Acostumbrado a ver el mar casi a diario, a que la única visión infinita sea el eterno azul de Poseidón. Tras él montañas de mirada cercana y finita. Montes que aquí, en mi tierra, abrazan como una madre celosa el azul añil y sus ciudades. El caso, como decía, es que me he enamorado de una ciudad sin Mar. Una ciudad cuyas vistas Mesetarias son infinitas y dejas de ver allá donde los ojos y sus dioptrías  llegan.

Es verdad, no es la primera vez que mis pies hollan ese lugar donde se cruzan los caminos, donde no se concibe el mar. Pero, mira, no siempre uno se enamora a primera vista. Tal vez como da la sensación de que nadie es de allí, hace que cualquiera se sienta como en casa. Como en un pequeño barrio por grandes que sean los edificios que expanden sus sombras sobre tu espalda.

Alguien decía que “ Siempre hay un motivo que me lleva hasta ti, que ha muerto el silencio en las calles de Madrid”  Quique González “desde las ventas hasta chamberí…” dice  El maestro Sabina, “ Yo me bajo en Atocha, yo me quedo en Madrid” El admirado Ismael  en su poesía abrazada de música decía “soy afortunado vuelvo a Madrid”.  Y tantos, tantas canciones tantas imágenes. Y, yo, yo también soy afortunado, porque no sé cuando, pero volveré a Madrid.

Tal vez fuese el Piccolo jugando por Chueca.  Haciendo gracias en otro idioma por las terrazas de Malasaña mientras cerveza helada “bientirá” recorría mi garganta. Que se perdiera tres segundos por los mercados de ostras, vino y copa grande, callos y arroz. Ves a saber. O los rizos, que como un reloj de bronce nos acompañan, jugando con un vientecillo que nunca ha pasado por el tamiz de la sal del mar pero que trae recuerdos de libertad de lucha. Las pintadas por las paredes que recuerdan que hay una dignidad que jamás conocerá el vencedor. No sé. Y puede que ese no saber sea lo mejor de todo.

El puente donde ya casi nadie se suicida. Los bares de la Latina y un vermuth compartido en casa de un anciano rey de vinos. Ratos de hablar, casi olvidados del reloj y su esclavitud, de todo un poco. De todo. De nada. De lo que ha pasado recientemente de su miel y su hiel, de lo que queremos que pase en días por venir. Libros y poesía. Hijos y Nietos. Abrazos de bienvenida. Abrazos de hasta luego. Una comida de viernes pendiente y copas de cada día por beber.

Madrid, un lugar al que ir, al que volver, en el que perderse por mercados de San Miguel y de San Anton, por calles cuyos nombres desconoces y no te importan. Camareros en Chueca que te dan unas copas y una cuerda  con la que jugar y atar entretenido al pequeño regalo de la vida. (ves a saber de donde sacó ese hombre una cuerda detrás de la barra) las sonrisas las sacaba de dentro, y eso, oye!!, se agradece.

Madrid. Un laberinto de sensaciones, que se agazapan en el zaguán de los buenos momentos.  Un lugar en el que tienes la sensación que encontrarás un amigo. Puede que para el momento en que lo necesites. Tal vez para siempre.


Por esta vez, permitirme que acabe con una canción.