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jueves, 3 de marzo de 2016

UNA HISTORIA DE TANTAS.



Se quisieron como dos gatos salvajes sin mirar más allá de sus ojos reflejándose en los del otro. Sin importarles nada.  Se amaban como dos lobos en celo sin mirar atrás ni a los lados sin calibrar las consecuencias ni los daños colaterales sin tener más que un eterno presente olvidando que, habitualmente, suele existir un futuro esperando detrás de cada puerta, al final de cada paso del minutero.

Follaban como si fuera a reventar el mundo y de la intensidad de sus orgasmos dependiera la continuidad del universo, como si pudieran cambiar el reloj y sus horas. Pretendiendo secar las gotas de la clepsidra. Detener la lluvia. Encender el hielo. Desnudar los lunes por la tarde. Vestir de bailarinas a los generales. Asaltar los cielos con escaleras de sexo desbocado. Marcar el ritmo de la arenilla que traspasa ochos de cristal.

De nada les servían los mapas que marcan los caminos de la vida, sintiendo, como sentían en las palmas de sus manos y en sus iris incandescentes que las mejores rutas estaban tatuadas en sus espaldas y que las mejores veredas desembocaban en sus ombligos y sus cuellos.

Pero no se detuvo la clepsidra ni paró el minutero. La normalidad empezó a pesar y la cotidianidad y su normalidad a mandar en las mañanas de los lunes y los domingos por la tarde. La periodicidad y sus estrecheces empezaron a cobrar  importancia a desplazar el resuello de los jadeos en la nuca. La realidad a imponer sus mandatos e inapelables leyes

Se les caducó  el amor como caducan los talentos manufacturados con colorantes y conservantes que no conservan nada. Les prescribió la pasión como prescriben los delitos leves. Tal vez se acabo el amor, tal vez de tanto manosearlo.


El paso de los años no evita, aún hoy, que los jueves lluviosos duelan esos viejos mordiscos dados con saliva y pasión en el hombro, esos, que dejaban cicatrices en el corazón.