Se quisieron como dos gatos
salvajes sin mirar más allá de sus ojos reflejándose en los del otro. Sin importarles nada. Se amaban
como dos lobos en celo sin mirar atrás ni a los lados sin calibrar las
consecuencias ni los daños colaterales sin tener más que un eterno presente
olvidando que, habitualmente, suele existir un futuro esperando detrás de cada
puerta, al final de cada paso del minutero.
Follaban como si fuera a
reventar el mundo y de la intensidad de sus orgasmos dependiera la continuidad
del universo, como si pudieran cambiar el reloj y sus horas. Pretendiendo secar
las gotas de la clepsidra. Detener la lluvia. Encender el hielo. Desnudar los
lunes por la tarde. Vestir de bailarinas a los generales. Asaltar los cielos
con escaleras de sexo desbocado. Marcar el ritmo de la arenilla que traspasa ochos de cristal.
De nada les servían los mapas
que marcan los caminos de la vida, sintiendo, como sentían en las palmas de sus
manos y en sus iris incandescentes que las mejores rutas estaban tatuadas en
sus espaldas y que las mejores veredas desembocaban en sus ombligos y sus
cuellos.
Pero no se detuvo la clepsidra
ni paró el minutero. La normalidad empezó a pesar y la cotidianidad y su normalidad
a mandar en las mañanas de los lunes y los domingos por la tarde. La periodicidad y sus estrecheces empezaron a cobrar importancia
a desplazar el resuello de los jadeos en la nuca. La realidad a imponer sus mandatos e inapelables leyes
Se les caducó el amor como
caducan los talentos manufacturados con colorantes y conservantes que no conservan
nada. Les prescribió la pasión como prescriben los delitos leves. Tal vez se
acabo el amor, tal vez de tanto manosearlo.
El paso de los años no evita, aún hoy, que los jueves lluviosos duelan esos viejos mordiscos dados con saliva y pasión
en el hombro, esos, que dejaban cicatrices en el corazón.