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miércoles, 15 de enero de 2014

HISTORIA PARA ADULTOS.



Corría, con más calor que de costumbre, más o menos el año 886. Digo más o menos porque nunca me importó mucho el día en el que vivía, o en el que moriría.   A las ordenes de Siegfried, y aprovechando que tras la muerte de Luís III Francia estaba desunida y perdida a un futuro incierto, llevábamos más de tres días intentando penetrar en París. En la Ille de La Cité, Defendida, aunque me joda admitirlo, magistralmente por un Tal Eudes. Un Joven hijo de Roberto el Fuerte.

La batalla fue tan asquerosamente dura como las demás y no sólo no conseguimos tomar la maldita torre, sino que los jodidos Parisinos, al final del asedio, levantaron un piso más a esa construcción vertical. Yo, y los compañeros que bajamos con 700 barcos por el Sena, desde nuestro pagano norte, no  comprendíamos muy bien como se podían construir torres. Pero se construían y eran muy difíciles de tomar. Los muertos flotaban por el agua, el aire apestaba a sangre vísceras y heces de caballo mezclada con la mierda y el pis que se habían hecho los más jóvenes. Olía a  miedo y muerte. Como siempre. Tras tantas guerras aún me pregunto para qué valen?, para qué sirven?, si benefician a alguien más que a los poderosos que tan sólo se asoman a la batalla subidos a caballo tapados con limpias pieles y enarbolando una espada que difícilmente se mellará o se manchará de sangre.

Tras tanta muerte y tantas heridas, tras tanto intento por tomar París y su endiablada torre apareció por el lugar Carlos apodado el Gordo, y dándole una patada en el culo a Eudes firmó un tratado de paz con Siegfred. Mediante el cual nos dejarían pasar hacia Borgoña y por el cual se comprometía a pagar un generoso Danegeld.

Por otro lado, también se comprometió, y cumplió, Ha hacer la “vista gorda” mientras los hombres de Siedfred saqueaban durante un par de días una parte alejada y pobre de la ciudad.

Fue terrible y casi más asquerosa que la batalla en sí. Mis compañeros, e incluso yo, matamos a campesinos para saquear y llevarnos sus baratijas y las miserias con las que mal Vivian. Mis camaradas violaron a toda mujer (y algún hombre) que tenian la mala suerte de toparse en nuestro camino.

A la hora de las violaciones yo marché bajo un enorme abeto que había a las afueras. Era un hombre viejo de cuarentaypocos años con el pelo del pecho encanecido, arrugas en los ojos, una visión ya defectuosa y aunque mis músculos aún eran fuertes, tras toda una vida con la espada en la mano y el escudo en alto ya no eran lo que eran. Tenia mil cicatrices en la piel y dentro del alma. Vi como violaban a mi madre y mi hermana y aunque me gustaban las mujeres la violación era un acto que, yo, era incapaz de cometer.

Bebía el fresco vino francés, recién robado de una pobre estancia,  tirado bajo un enorme abeto. Una joven parisina, una enemiga, se acercaba hacia mi. Parecía perdida, asustada, el vestido desgarrado a jirones. (probablemente escaba de la violación de alguno de mis compatriotas) joven, ojos verdes preciosos como el de algunas gitanas que había visto en las campañas de Castilla, los pechos parecían duros y turgentes, con toda seguridad jamás había amamantado a ningún bastardo Francés. Piernas largas y fuertes, acostumbradas a trabajar durante largas jornadas la tierra, el pelo larguísimo y negro, sorprendentemente limpio en comparación con lo roñoso del resto de su aspecto.

Yo no entendía su idioma, ni ella el mío. Le ofrecí una manzana, que aceptó rozando mis manos para cogerla. Yo empecé a naufragar en esos enormes ojos verdes. La miraba fijamente y supongo que con fiereza. Ella me miraba sin odio, a pesar de lo que acababa de pasar y de la certeza de que tal vez, yo intentara matar a su marido o a su padre. Le ofrecí vino, y al agacharse para recogerlo sus pechos quedaron cerca de mi mano. Su boca cerca de mi boca.

Me beso, metiendo su lengua dentro de mi. Primero me sorprendí, pero pronto me gustó. Me despoje de mi cinturón con la espada y dos puñales miserables, roídos y mellados. Apreté sus tetas con mis manos y desgarré lo poco que quedaba de vestido. Dejé un instante de tocar aquel cuerpo, duro como la piel de una liebre y terso como los músculos de un Halcón, para apreciar ese cuerpo menudo de pechos grandes para tan poca carne. Su pubis era tan negro como el pelo de su cabeza, escaso para una mujer joven.

La penetré sin preocuparme por nada más que por el placer que pronto sentiría. Ella saco mi miembro de ella y tumbándome sobre la hierba húmeda del bosque, con su lengua recorrió todo mi cuerpo, y puso saliva en todas sus heridas. Bajo y bajo hasta meter mi miembro en su boca, lo lamio, lo mordió muy ligeramente. Escupió sobre él y yo perdía el sentido entre sus besos y su pelo negro enredado en mis muslos. Eché mi cabeza hacia atrás y justo cuando pensaba que derramaría mi virilidad dentro de la boca de mi enemiga desconocida, ella se apartó dio dos pasos atrás y se tumbo en el suelo abriendo mucho sus piernas y ofreciéndome su sexo. Parecía húmedo.

Allí, tumbada, su pelo negro acariciaba el suelo, como si fuera la capa de Freya, creo que en el lugar en que reposaba su melena crecerían hermosas flores. Yo volví a perderme en esos ojos verdes de bruja, en esas pestañas increíbles que subían como queriendo alcanzar el arco irís. La penetré olvidándome de todo lo demás, de las batallas, de las guerras, de la miseria de una vida entre peleas que no me habían reportado más que dolor, la perdida de dos dedos en mi mano izquierda, mil heridas y malos recuerdos que jamás podré superar. Olvidándome del miedo. Olvidándome que era mi enemiga. Olvidándome de que me estaba acariciando, empujando mi cuerpo dentro del suyo, con un solo brazo. Giré un segundo mi cabeza a la izquierda, dejando de nadar en esos ojos verdes, y pude ver como donde estaba mi espada y mis dos puñales, había tan sólo una espada y un puñal.  En ese instante y en el mismo momento en que descargaba mi hombría dentro de aquella bruja  sentí un aguijonazo gigante, noté como una hoja poco afilada rasgaba mi piel, mis músculos y mis huesos. Mientras la sangre brotaba del lado izquierdo de mi pecho y mis ojos se cerraban pude ver como aquella bruja desconocida corría hacia las hogueras y su negro humo. Mientras se cerraban mis ojos se me antojó que esa melena negra al viento era la capa de  Hela.



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