El Tiempo pasa, y pasa siempre. Un día y otro y otro más. Y en
ocasiones, sin días especiales, o en días
señalados. ¿Qué más da? Duele, con el recuerdo, el alma un poco más de la cuenta, como duelen los
viejos huesos rotos cuando se avecina tormenta.
Aunque el tiempo pase, y pase siempre, da la
sensación que algunos días siempre marque la aguja gorda del reloj, recién las
nueve, la más pequeña y finita tan sólo el minuto 64, parada insultante
ofensivamente, que esa tan finita de otro color, se detenga para siempre justo
cuando acaba de llegar al 5 sin llegar al 6 ni al 7.
En fin, que el tiempo pasa, y
algunas cosas parecen no pasar, parecen quedar perennemente en algún lugar de
la memoria como queda el olor del buen jazmín cuando ya se han marchado todos
los olores de la noche.
Algunas lastimas duelen siempre por dentro por
lindo que sea el envoltorio que esconde ese dolor, por lejano que pueda parecer
el averno que inunda de pesadumbre los momentos en que solo y atribulado pides
un vino para brindar con las nubes y el cielo esbozando una sonrisa, brindando
con el viento y tu ausencia.
Viejas fotos, eternos recuerdos,
presencia en el aire. Ausencia realidad. Evocación alegre ante la certeza
de las palabras de Borges “la muerte es una vida vivida. La vida una muerte que
viene” (que la próxima vez que tenga que venir, venga tarde, venga sonriendo y
sin doler y que nos deje tocarle el culo antes de llevarnos a ese lugar que hay
tras las estrellas.)
Queda la memoria de los ojos de
acero verde más bonitos que jamás hayas visto. El recuerdo que pretende dormir
sin tener pesadillas en la almohada de plumas y clavos que el tiempo pone en la
cama de nuestras vidas.
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