Hacia años que
no sabía nada de ti. Pero, una vez más, como siempre hacías, volviste. Con la
mochila llena de tormentas, sucia del polvo de todos los caminos y de casi
todos los fracasos. Sin manta y con más noches frías en la espalda. Con un
corazón congelado que ardía entre tus manos.
Volvías de la enésima
huida, buscando una solución. El Shangri-la dorado de los horizontes perdidos
en los que vivir en una permanente felicidad aislada de todos los monstruos y caídas
producidas por la rutinaria vida de este continente (pequeño para albergar tus
mañanas, para acicalar el sol que te gustaría entrara por tus ventanas. Para alojar
tus deseos, para cobijar tus sueños.)
Una vez más la
felicidad y la prosperidad no se encontraban en aquella pequeña isla del
Pacifico, ni entre las piernas de la novia número ocho que te llevó hasta allí,
del mismo modo que no fuiste capaz de hallarla revolviendo en los rincones de
los contenedores de New York. Ni tras los árboles de aquel bucólico pueblo del
Pirineo. Ya ves, ni siquiera fuiste capaz de encontrarla tras aquel retorcido
recodo de ese Río de nombre impronunciable en el que viviste algunos años.
Como siempre,
que tras meses y años sin saber de ti, volvías buscando un hombro y una lumbre
caliente en la que dejar caer tus dolores. Me enseñaste heridas que yo ya conocía.
Tal vez más profundas, decías. Tal vez más
profundas, pensé. Eran las mismas. Las del primer fracaso. Las de aquella mujer
que te dejó llorando, con el rimel negro surcando tu carita de gata triste,
arruinada y dolida. Las del negocio fracasado. Las del dinero que se perdía
entre los dedos como el agua de un arroyo al beberla con las manos. Las de la
carrera sin acabar. Las del negocio que había prosperado por ti, y que nunca te
reconocieron. Las de la Herencia que robaron las
primas. La vida, amiga, la vida cariño y sus latigazos. Yo jamás supe contarte, jamás supe decirte que,
probablemente, no hallabas las soluciones porque los problemas los llevabas
escondidos, sin tu saberlo, bajo las uñas, en tu pelo, en el dobladillo de tu
falda, asidas a tus tacones, entre la cuarta y sexta capa de tu dermis o en el
tintineo de la filigrana que lucias en las pulseras de tus tobillos. En tus
labios.
Una vez más hablábamos
de otra travesía en el desierto. El vino y la lluvia de finales de marzo ayudo
a dejar de hablar de corazones fatigados, de arañazos de la vida y comenzamos a
hablar de arañazos en la espalda, del libro que no escribiste, de los jirones
de piel dejados en los rincones del camino de los años. Nuestras lenguas
curaron todas las guerras del alma. Hasta la siguiente herida, hasta la
siguiente huida, hasta el próximo fracaso.
Volver, siempre me ha parecido una palabra que esconde una cosa preciosa casi siempre: la esperanza!
ResponderEliminarYo también vuelvo al blog, con nuevos poemas!
Una abraçada company!
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarVolvió y ahí estabas tú para brindarle ese hombro que necesita.
ResponderEliminarun saludo
Volvió y ahí estabas tú para brindarle ese hombro que necesita.
ResponderEliminarun saludo
Me encanta como sueñas, como mezclas las palabras, como cuentas las cosas.
ResponderEliminarUn abrazo
Angélica