Estaba tirado en casa, como tantos otros días, un día
normal, ordinario y anodino. Bebía un vino blanco fresco. Pensaba en nada,
leía, perdía el tiempo. Tal vez no, tal
vez lo ganaba no haciendo nada.
Años de indiferencia y
desconsuelo, como si ya hubiéramos pagado todas las letras de la hipoteca del
amor eterno que un día juramos debernos
el uno al otro. Ya se habían pagado todas las facturas del amor, de la pasión y
del deseo. Nos habíamos devuelto la fianza e incluso la obligación de amarnos
para siempre. Tal vez tan sólo quedaba naufragar y recoger sus restos. Tal vez
los reproches callados poco a poco se fueron haciendo más grandes, que las
ganas de esperar para comer en compañía, para un beso de bienvenida o para ir
juntos a la cama
Semanas de broncas, gritos. Pesadillas
mal dormidas en un sofá en el que hacía tiempo no había tardes de domingo, películas
y palomitas. El tedio y la monotonía, supongo, la tranquilidad de que las cosas
fluyen mientras no se les pare. La normalidad de los mortales. La vida al fin y
al cabo. El suavizante compartido y la pasta de dientes mal cerrada.
Pero la vida continuaba
cadenciosa, aburrida y constante como las olas de una piscina artificial que
mueren exactamente siempre en el mismo lugar y de la misma forma.
Hacia tanto que mi alma no se
enredaba en tus ojos, tanto que no contestabas mi último comentario de la
noche, tanto que no me enviabas una foto o un mensaje inesperado. Tanto, que a
la estrella polar le traía al pairo donde estaba tu norte o el mío o si esos
nortes eran parte de un mismo punto cardinal.
Era un mes cualquiera, de ves a
saber que estación. Fuera caía lluvia despacito como sin querer abandonar las
nubes. Oí como la llave, tu llave, abría la puerta de casa. Entraste guapa como
nunca, los labios rojos como el sol poniente de marzo, el pelo suelto cayéndose
sobre tus hombros como el agua de las cataratas salvajes del áfrica negra. Ojos
pintados de guerra, cara dulce y un abrigo fino, nuevo, color gris marengo, que
no te había visto nunca, cerrado con enormes botones en forma de filigrana, te
llegaba justo a las rodillas.
No sé muy bien porque no te dije
en ese momento lo tremendamente guapa y sensual que estabas. – Qué haces así?,
Vamos a algún lugar?- tan sólo eso se me ocurrió decir. Ya ves. Sólo eso. Un
rayo de odio atravesó por un instante tus ojos que habitualmente eran de oscura
miel de azahar. No dijiste nada, cogiste mi copa de vino blanco, bebiste de
ella, te acercaste a mi y me diste de beber ese caldo de tu boca.
-Uffff. Uaauuuuuu. Hooooola-
Dije. Abriste el abrigo, debajo no llevabas nada, tan sólo un culote, pequeño
color rojo picota oscuro, como los buenos vinos del Duero, sujetador conjuntado
y unas medias. Te acercaste a mi como una pantera a su presa, me cogiste del
cuello y me besaste con fruición y desespero. Acepte el envite y te besé con la
misma pasión, como si fuera ese primer beso mil veces repetido. Como si
nuestras lenguas quisieran desentrañar los misterios del amor.
Mientras andábamos de espalda
hacia el sofá desabrochabas mi camisa, yo torpemente como un payaso atontado me
quitaba tejanos, calzoncillos, calcetines…. Raudo estaba desnudo y mi hombría señalando
el techo.
Te miré, me miraste. Estabas
guapa y radiante, como nunca, como siempre. Me acerqué a tu cuerpo, besé tus
rodillas, tus muslos, tu vientre, tus manos, tu cuello. Te besé entera como si
volviera a encontrar la esperanza al final del cesto de pandora. Tú besaste mi
cuello, volviste a beber vino blanco y
fresco lo dejaste caer por mi pecho, por mi vientre por mi ombligo. Llenaste tu
boca de vino frío y de mi hombría. Mi cuerpo ya te pertenecía, yo estaba sentado
en el sofá tú de rodillas y mientras mis manos intentaban apartar tu pelo para
apreciar la maravillosa imagen que hacían tus labios rojos alrededor de mi tú movías
sensualmente tu culito que yo veía reflejado en los ventanales de enfrente.
Salí de tu boca antes de acabar
dentro de ella. Te besé, lamí tu lengua, me enredé en tu pelo arranque la parte
de arriba de tu ropa interior y me dediqué a lamer tus preciosos pechos, tus
pezones se fundieron con mi lengua, con mi boca y con mi saliva robada del
cielo del paladar de tu boca. Tú te acariciabas mientras yo lamia en ese lugar….
Seguías de rodillas y seguías moviendo tu trasero como sólo las más bellas de
las mujeres saben hacer. Robándole tiempo al tiempo y deteniendo el agua de la
clepsidra.
Yo hacía mucho tiempo que perdí
el norte, el sur y la cordura, tan sólo deseaba lamer tu cuerpo arrodillado.
Apoyé tu cabeza en el suelo, dejé tus rodillas donde estaban y las abrí un poco
más con mis manos. Lamí tu espalda, bajé por ella hasta donde esta acaba y allí
dediqué largo rato a mis caricias con la lengua. Te oía gemir. Entré en ti tal
y como estabas yo mantenía mi ritmo y tú el tuyo, acompasado a mis movimientos.
Realizabas círculos divinos con tu cintura, yo aceleraba el ritmo y tú hacías
cadenciosos esos círculos. Notabas que el juguete que hay al sur de mi ombligo
palpitaba, sabias lo que eso significaba. Cogí tus caderas y te apreté hacia mí,
tú te separaste justo en el instante en que mi lluvia blanca en vez de llover
en ti, cayó sobre tu espalda y tu pelo.
Ufffffff.- me diste un beso,
sentada en el suelo y apoyada en la pared.- Esto guapo no ha acabado.- Te miré
y por un instante creí ver un suspiro de tristeza atravesando tus ojos, enseguida vi pasión paseándose por tus
pupilas. Te cogí con mi mano izquierda por la cintura y con la derecha acaricie
tu cuello, tus pecho, metí un dedo en tu boca lo humedecí y lo baje hasta ese
lugar, que sin duda, habías depilado horas atrás introduje un dedo, lo moví. Tú
ronroneabas como una leona tras su caza. Luego introduje el segundo jadeabas
como una mujer que se siente deseada, Metí el tercero y los empecé a mover frenéticamente,
dentro y fuera, fuera y dentro. Tu humedad se convirtió en charco y tus jadeos
en gritos de placer.
Ya no éramos jóvenes y nuestra
piel no era tan tersa como años atrás. Pero no éramos viejos y ni nuestros
huesos ni músculos estaban en el invierno de sus vidas. Tanto tú como yo estábamos
preparados para un segundo asalto. Pusiste mi espalda en el suelo, te sentaste
sobre mí y me cabalgaste casi sin mirarme a los ojos, por más que yo buscará tu
mirada. Entrabas y salías, cogiste mis manos y las pusiste en tu trasero. Invitándome
a que lo acariciara y a que llenara aquel agujero que aún estaba libre.
Finalmente tuviste otra petit mort. Dejaste de cabalgarme y tus manos de dos rápidos
movimientos hizo que yo volviera a experimentar esa deliciosa muerte que
antecede a una lluvia blanca, esta vez en tus manos, dejaste ese liquido
pegajoso en ellas y lo esparciste en tu vientre.
Nos levantamos los dos del suelo,
compartimos un trago. Cogiste el abrigo. Te pregunté –Uffff cariño, ha sido
genial. Cuando repetimos? Dije con una sonrisa.
-Nunca. Mañana vendrán de la
empresa de mudanzas a recoger mis cosas y durante la semana que viene mi
abogado se pondrá en contacto contigo, te dará el convenio de divorcio. Haz las
modificaciones que quieras, me parecerán bien.- Dijiste mientras te ponías el
abrigo, y te dirigías a la puerta que cerraste sin decir adiós, sin mirar
atrás. Sin desearme buenas noches.