Corría, con más calor que de costumbre,
más o menos el año 886. Digo más o menos porque nunca me importó mucho el día
en el que vivía, o en el que moriría. A las ordenes de Siegfried, y aprovechando que
tras la muerte de Luís III Francia estaba desunida y perdida a un futuro
incierto, llevábamos más de tres días intentando penetrar en París. En la Ille
de La Cité, Defendida, aunque me joda admitirlo, magistralmente por un Tal Eudes.
Un Joven hijo de Roberto el Fuerte.
La batalla fue tan asquerosamente
dura como las demás y no sólo no conseguimos tomar la maldita torre, sino que
los jodidos Parisinos, al final del asedio, levantaron un piso más a esa
construcción vertical. Yo, y los compañeros que bajamos con 700 barcos por el
Sena, desde nuestro pagano norte, no comprendíamos
muy bien como se podían construir torres. Pero se construían y eran muy difíciles
de tomar. Los muertos flotaban por el agua, el aire apestaba a sangre vísceras y
heces de caballo mezclada con la mierda y el pis que se habían hecho los más jóvenes.
Olía a miedo y muerte. Como siempre.
Tras tantas guerras aún me pregunto para qué valen?, para qué sirven?, si benefician
a alguien más que a los poderosos que tan sólo se asoman a la batalla subidos a
caballo tapados con limpias pieles y enarbolando una espada que difícilmente se
mellará o se manchará de sangre.
Tras tanta muerte y tantas
heridas, tras tanto intento por tomar París y su endiablada torre apareció por
el lugar Carlos apodado el Gordo, y dándole una patada en el culo a Eudes firmó
un tratado de paz con Siegfred. Mediante el cual nos dejarían pasar hacia
Borgoña y por el cual se comprometía a pagar un generoso Danegeld.
Por otro lado, también se comprometió,
y cumplió, Ha hacer la “vista gorda” mientras los hombres de Siedfred saqueaban
durante un par de días una parte alejada y pobre de la ciudad.
Fue terrible y casi más asquerosa
que la batalla en sí. Mis compañeros, e incluso yo, matamos a campesinos para
saquear y llevarnos sus baratijas y las miserias con las que mal Vivian. Mis
camaradas violaron a toda mujer (y algún hombre) que tenian la mala suerte de
toparse en nuestro camino.
A la hora de las violaciones yo
marché bajo un enorme abeto que había a las afueras. Era un hombre viejo de
cuarentaypocos años con el pelo del pecho encanecido, arrugas en los ojos, una
visión ya defectuosa y aunque mis músculos aún eran fuertes, tras toda una vida
con la espada en la mano y el escudo en alto ya no eran lo que eran. Tenia mil
cicatrices en la piel y dentro del alma. Vi como violaban a mi madre y mi hermana
y aunque me gustaban las mujeres la violación era un acto que, yo, era incapaz
de cometer.
Bebía el fresco vino francés, recién
robado de una pobre estancia, tirado
bajo un enorme abeto. Una joven parisina, una enemiga, se acercaba hacia mi. Parecía
perdida, asustada, el vestido desgarrado a jirones. (probablemente escaba de la
violación de alguno de mis compatriotas) joven, ojos verdes preciosos como el
de algunas gitanas que había visto en las campañas de Castilla, los pechos parecían
duros y turgentes, con toda seguridad jamás había amamantado a ningún bastardo Francés.
Piernas largas y fuertes, acostumbradas a trabajar durante largas jornadas la
tierra, el pelo larguísimo y negro, sorprendentemente limpio en comparación con
lo roñoso del resto de su aspecto.
Yo no entendía su idioma, ni ella
el mío. Le ofrecí una manzana, que aceptó rozando mis manos para cogerla. Yo
empecé a naufragar en esos enormes ojos verdes. La miraba fijamente y supongo
que con fiereza. Ella me miraba sin odio, a pesar de lo que acababa de pasar y
de la certeza de que tal vez, yo intentara matar a su marido o a su padre. Le
ofrecí vino, y al agacharse para recogerlo sus pechos quedaron cerca de mi
mano. Su boca cerca de mi boca.
Me beso, metiendo su lengua
dentro de mi. Primero me sorprendí, pero pronto me gustó. Me despoje de mi
cinturón con la espada y dos puñales miserables, roídos y mellados. Apreté sus
tetas con mis manos y desgarré lo poco que quedaba de vestido. Dejé un instante
de tocar aquel cuerpo, duro como la piel de una liebre y terso como los músculos
de un Halcón, para apreciar ese cuerpo menudo de pechos grandes para tan poca
carne. Su pubis era tan negro como el pelo de su cabeza, escaso para una mujer
joven.
La penetré sin preocuparme por
nada más que por el placer que pronto sentiría. Ella saco mi miembro de ella y tumbándome
sobre la hierba húmeda del bosque, con su lengua recorrió todo mi cuerpo, y
puso saliva en todas sus heridas. Bajo y bajo hasta meter mi miembro en su
boca, lo lamio, lo mordió muy ligeramente. Escupió sobre él y yo perdía el
sentido entre sus besos y su pelo negro enredado en mis muslos. Eché mi cabeza
hacia atrás y justo cuando pensaba que derramaría mi virilidad dentro de la
boca de mi enemiga desconocida, ella se apartó dio dos pasos atrás y se tumbo
en el suelo abriendo mucho sus piernas y ofreciéndome su sexo. Parecía húmedo.
Allí, tumbada, su pelo negro
acariciaba el suelo, como si fuera la capa de Freya, creo que en el lugar en
que reposaba su melena crecerían hermosas flores. Yo volví a perderme en esos
ojos verdes de bruja, en esas pestañas increíbles que subían como queriendo
alcanzar el arco irís. La penetré olvidándome de todo lo demás, de las
batallas, de las guerras, de la miseria de una vida entre peleas que no me habían
reportado más que dolor, la perdida de dos dedos en mi mano izquierda, mil
heridas y malos recuerdos que jamás podré superar. Olvidándome del miedo. Olvidándome
que era mi enemiga. Olvidándome de que me estaba acariciando, empujando mi
cuerpo dentro del suyo, con un solo brazo. Giré un segundo mi cabeza a la
izquierda, dejando de nadar en esos ojos verdes, y pude ver como donde estaba
mi espada y mis dos puñales, había tan sólo una espada y un puñal. En ese instante y en el mismo momento en que
descargaba mi hombría dentro de aquella bruja sentí un aguijonazo gigante, noté como una hoja
poco afilada rasgaba mi piel, mis músculos y mis huesos. Mientras la sangre
brotaba del lado izquierdo de mi pecho y mis ojos se cerraban pude ver como
aquella bruja desconocida corría hacia las hogueras y su negro humo. Mientras
se cerraban mis ojos se me antojó que esa melena negra al viento era la capa
de Hela.
Wow, que intenso. Me imaginé todo, me gustó. Mis saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias....
EliminarPerfecto!!.
ResponderEliminarBesos
Uauuuuu. Un comentario estupendo.
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