Sucede en ocasiones que todo está
bien, que tu mundo está en calma y te puedes permitir hacer algunas de esas
cosas que habitualmente vas dejando para un momento mejor. Para un instante en
que la clepsidra del tiempo deje más gotas para ti y menos para las
obligaciones diarias de cada día.
Así que me enfrasque en un curso
de patrón de yate. No es que tuviera ni la intención ni la posibilidad
económica de comprarme un barco, pero, oye!! Nunca se sabe, y como buen truhan
y señor nacido en el mediterráneo por mis venas corría no sólo mi primer amor,
sino también el agua y la sal de mi mar.
Las primeras clases, como todas
las clases teóricas, fueron aburridas y tediosas. Tú, preciosa desconocida
dabas lecciones sobre efectos del viento sobre el rumbo. Distante, fría, con el
pelo estirado y recogido en una aburrida coleta. Embutida en un traje chaqueta
negro, con tacones insulsos, ni altos ni bajos, camiseta gris marengo, sin
ningún tipo de adorno, tan sólo unos pequeños zarcillos en forma de brillante
en tus orejitas de niña tímida. No sé
porque imagine que estas clases las daría un tipo con la piel curtida pulseras
de cuero, colgantes con algún pequeño diente de tiburón y barba entre hipster y
un estudiado desaliño. Pero, no, las dabas tú que más parecías una funcionaria
del FMI o la Señorita Rottenmaier. Sería y distante mientras intentabas
expresar de modo que alguien de letras como yo entendiera sobre isobaras. Tu
distancia y seriedad tan sólo se rompían por el rojo carmín de tus labios y el desparpajo
con el que “robabas” el agua de cualquier de los que estábamos escuchándote.
En ocasiones cogías mi botella de
agua, entre explicación y explicación de derrotas loxodrómicas, y haciéndolo clavabas
tus enormes ojos marrones atravesados por una hoguera de un abrasador fuego de
pasión que desentonaba en tu semblante serio. Traspasbas con el rayo de tus
ojos como si quisieras ver dentro de mi, como si vieras algo que sólo tú ves. Bebías
a morro, descarada, -de nuevo desequilibrando la imagen de tipa sería- dejando
un poquito de carmín en la botella y sonreías maliciosa de modo casi
imperceptible al dejarla, de nuevo, a mi lado.
Por fin llego el final, y llego
el momento de poner en practica todo lo que teóricamente había aprendido. Trascurrió
el día, alejándonos de la costa. El velero, objeto sin vida, parecía intentar
que un novato como yo aprendiera a navegar. Llegó, como siempre llega la noche llegó con una ligera brisa que a pesar
de la época traía olor a sal, a mar, a aventura y a mayo. Sin tierra a la
vista. Noche cerrada en la que una luna en cuarto menguante observaba el agua
del mar y a Dubha, Merak y Phechda, formando con sus hermanas, la osa mayor.
Salí a cubierta y agachándome para
poder pasar con tranquilidad bajo la Botavara
me dirigí a Proa. Naufrague en
mis pensamientos, mirando las suaves olas, las estrellas, revisando el pasado. Disfrutando
el viento en mi cara y la sal en mi nariz. Te oí llegar andando descalza por
atrás. Pies pequeñitos y las uñas pintadas de magenta oscuro. Ya no parecías una
funcionaria del FMI, pantalones con dibujos militares ajustados y con muchos
bolsillitos, camiseta de tirantes negros apretada, sin sujetador, tus pezones
marcados por el vientecillo que recorría la noche. Pelo suelto, revuelto y caído sobre tus hombros. Varios colgantitos de
esos pretendidamente étnicos, pulseras. Tus manos atrás en la espalda.
Te diste la vuelta para enseñarme
que escondías una botella de cava, de
esas pequeñitas, un benjamín. – El espacio de los veleros,- dijiste riendo e
iluminando la noche con unos perfectos dientes blancos. Bebimos el cava, a morro como el agua.
Mientras una pequeña nube tapaba
la luna, y aprovechando una complicidad recién nacida por la soledad y el idílico
momento me besaste. Y, yo, claro está, recogí ese guante. Te seguí el juego. Caímos
besándonos a la madera de la cubierta, tu boca sabía a cava y tú olías a sal y mar. Me quitaste la camiseta bajaste
lamiendo mi barbilla, mi cuello y mordiste mis pezones. Apretaste algo más de
la cuenta y sonreíste con una angelical maldad. Te quite la camiseta negra, tus
pechos eran deliciosos, un precioso lugar en el que perdí mis manos, mis dedos,
mi lengua y mis labios entreteniéndose entre tus pezones enhiestos y duros, por
la excitación, por el viento… porque, así eras, me dio por pensar.
Tú, sin necesitar ayuda de nadie,
-algo me hizo pensar, que no te hacía falta para nada- te quitaste los
pantalones, bajo ellos no llevabas ropa interior. Sonreí. Me cogiste la mano
izquierda y la dirigiste a tu sexo, húmedo, sin pelo, terso. Apoyaste las
palmas de tus manos y de tus pies en el suelo arqueando tu espalda. Yo me
entretuve mordiente tus pezones, me atrevía morderte tan fuerte como tú me habías
mordido, y mis dedos medio y anular en
ese lugar que tan húmedo estaba… Eras tú la que imponía el ritmo, que empezó rápido
para convertirse en frenético y transformarse en endiablado. Tu humedad recorría
tus muslos y empezó a competir con la del mar que nos mecía en el velero.
Apartaste mi mano, cogiste el benjamín y tú misma seguiste el trabajo mientras
esos labios que antes bebían mi agua empezaron a apretar y morder mi virilidad
que a estas alturas, estaba en competición, en dureza, con el mástil y el puño de driza. Estaba a punto, muy a punto de
acabar inundando el cielo del paladar de tu boca. En ese momento dejaste lo que
hacías con tu boca liberándome de tu interior. Sacaste el benjamín de donde lo habías
metido, y alargando la mano sacaste un preservativo de uno de los bolsillos de
tu pantalón.
Te arrodillaste con tu pelo al
viento, tu cara a proa y tu culito a popa. Me diste el preservativo con una
sonrisa y una invitación que no iba a rechazar. Entré y a los pocos
movimientos, con tu mano izquierda cogiste mi virilidad y la sacaste de donde
la había introducido giraste un poco tu cabeza sobre tu hombro, me sonreíste endiablada,
y lo guiaste hacia ese otra abertura de tu cuerpo. Entré en ese apretado lugar
mientras tu mano se ocupaba de la parte delantera. Aullabas como una loba que
quiere decir a la luna que no empequeñeciera. Y, o eras la mejor actriz del
mundo, o tus pequeñas morts ya no podían contarse con los dedos de una mano. Yo acabé en uno de esos aullidos, uniendo mis
gemidos a los tuyos. Sudábamos placer y pasión.
El preservativo que me habías regalado
lo sacaste con cuidado. Tumbada, mientras tus senos desmentían cualquier ley
sobre la gravedad esparciste su contenido sobre tu pecho y tu vientre regalando
especialmente tus pezones. Mientras sonreías pizpiretas. No sé cómo son las
funcionarias del FMI, pero desde luego nada tenias que ver con la Señorita
Rottermaier. Nos quedamos tumbados como si fuéramos viejos amantes. Tú
simulaste dormir el resto de la noche, y yo aparente descansar hasta que el sol
empezó a despuntar por el oeste.
tela viva el FMI
ResponderEliminarY la señorita rottermeier.
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ResponderEliminarTe iba a decir cuando empecé a leer que yo era "profa" en la escuela de náutica pero mejor será que no jejeje
ResponderEliminarMe alegra volve a leerte
Te dejo un beso
Jajaja. Bienvenida de nuevo 40ñera. Bueno hay "probas" pa to jajajaja. Espero que te haya gustado.
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