Casi cada mañana nos despierta el café, tras las primeras
luces del alba, con dolor y tristeza, con noticias que parecen resbalar por las
endurecidas pareces de nuestro corazón, a base de contemplar miserias a través
de la aséptica pantalla de plasma y leds de nuestros televisores de
cuarentaypico pulgadas. Pulgadas y destellos de luz que no hacen más que
alejarnos del viento, del susurro que recorre las hojas de las copas de los
arboles que tan lejos nos quedan, que nos alejan al fin y al cabo, del brillo
de las estrellas, de la oscuridad de la noche y de la vida.
Yo, fíjate, sigo sensible al mal ajeno. El otro día no pude
evitar que lagrimas de rabia y de un dolor ancestral recorrieran mis mejillas,
justo antes de dar el primer beso de la mañana a mi piccolo motivo de ser y de
estar. No pude evitar que mi puño se cerrara en si mismo con ganas de golpear
algo o a alguien. Lagrimas que entristecían
mi cara, humedecían mis ojos y mis mejillas al ver la imagen de Marwan. Un niño
de cuatro años, Sirio, victima de una guerra que no conoce, que no entiende,
que es incapaz de comprender en su mente infantil, en su alma de joven Ángel. Victima de la guerra que azota la tierra en la
que el destino le hizo nacer. No sabe, claro está, de normas ni fronteras (y tristemente muchos se empeñan en hacer fronteras donde yo
pondría puentes y poesía…..), no sabe el joven Marwan, como decía, de motivos
ni razones para la violencia, de las causas por los que alguien cambia un
clavel por un fusil, no sabe del porqué el no juega. No sabe ni tan sólo porqué
huye. No sabe porqué huye de un presente que no le sonríe. No sabe del lado de
quien caminará hacia un futuro que parece muy cierto, muy gris y muy triste. Victima
de los adultos de allí donde nació, y en cierto modo también victima de mi y de
ti que me lees con un vino en la mano o en móvil mientras esperas que el semáforo
se ponga verde. Victima, en definitiva, de la pasividad, de la aceptación de
que podemos tolerar que miles de personas acaben refugiadas en cualquier campo
de cualquier desierto. A la sombra de cualquier esperanza.
Andaba entre Siria y Jordania. Sus padres huían. Huían de un
presente sangriento, de una guerra, que como todas está organizada por
generales con medallas, palacios, buena carne y toallas de lino blanco,
generales que jamás se manchan las manos
ni cavan trincheras. Esos padres, como yo haría, intentaron ofrecer algo más a
su hijo, ofrecerle otros nidos con paja más cómoda, un lugar en el que crecer,
en el que ser feliz, en el que no morir de un tiro en la frente o de hambre o
de miseria.Un lugar en el que existir, en el que el cansancio debería llegar
tras una tarde de risas y besos, no de una jornada de hambre y miedo.
Decidieron atravesar el desierto. Atravesar un desierto. El pequeño Marwan se perdió,
(y no importa si atravesó sólo el desierto, o si tan sólo estuvo desamarrado de
la mano de su padre unas horas…..)
Creo que la arena de ese desierto temblaba de rabia y se
encolerizaba a cada paso que esos pequeños pies que deberían de calzar un 27 ó
28 pisaban, junto a su desilusión, a su falta de juguetes, al acorralamiento de
su futuro, a sus ojos tristes, al futuro sin lugares ni promesas, a los
escombros de su poco pasado, las dunas que difícilmente le llevarían a un lugar
mejor. Temblaba esa arena y temblarían los antiguos dioses mesopotámicos, si es
que en algún momento existieron allá en ese lugar. Anshar llora impotente en el
cielo primigenio y se pregunta si fue correcto dejarnos libre albedrio.
Ismael Serrano, en una
preciosa canción y hablando de otro desierto, pero que para el caso es este
desierto, es esta historia, es esta desilusión que debería atenazar la sístole de
todos los que nos queda una brizna de humanidad en la diástole de nuestros
corazones, algo así como: “No digas que aquí hay silencio, podrás decir que no
oyes,….” Es cierto. No hay silencio, yo
escucho fuertemente como Marwan, y tantos Marwan desconocidos gritan, no sólo
de sed y de hambre. Gritan de desconsuelo, de falta de futuro. Oigo como sus
sonrisas anhelan una caricia en el pelo, una cometa brillando al sol, un coche
que no sea una ambulancia que les lleve a un derruido hospital. Oigo como
desean lluvia que limpie y les traiga futuro.
No hay silencio, no debería haberlo. Si un niño de cuatro
años, ha sido capaz de atravesar un desierto con una bolsa de plástico en la
que guardaba, más celosamente que pandora su secreto, sus ilusiones, sus
esperanzas, sus pocas posesiones. Un trozo de trapo con el que amarrar, no tu
pelo, sino sus sueños, con el que taponar las heridas que le traiga la noche,
el sufrimiento de las horas andando. Una bolsa de plástico en la que seguro que
habita la promesa de un mundo mejor, la frágil certeza de que tal vez mañana
ningún Marwan recorra ningún desierto huyendo de ningún lugar. Nosotros deberíamos
de ser capaces, al menos, de levantar nuestro dedo y nuestra voz, deberíamos de
ser capaces de decir que no estamos dispuestos a tolerar que esto pase. Deberíamos
de ser capaces de gritar que NO, no
toleraremos que esto suceda como suceden las cosas normales, como sucede la
noche al día, como pasan las cosas que deben de pasar. No. Simplemente No. Un
niño anda en el desierto, perdido, o no, eso qué más da?, y nosotros, nosotros
donde andamos que permitimos que eso pase? . No tengo repuestas. Lo siento. No
las tengo
Disculparme, pero en ocasiones necesito reconciliarme con el mundo…. Y se me hace
muy difícil, mucho, y más viendo como los dirigentes del país en el que las
parcas me han dado a nacer deciden suprimir la justicia universal.