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martes, 24 de marzo de 2015

VUELVES.

Hacia años que no sabía nada de ti. Pero, una vez más, como siempre hacías, volviste. Con la mochila llena de tormentas, sucia del polvo de todos los caminos y de casi todos los fracasos. Sin manta y con más noches frías en la espalda. Con un corazón congelado que ardía entre tus manos.

Volvías de la enésima huida, buscando una solución. El Shangri-la dorado de los horizontes perdidos en los que vivir en una permanente felicidad aislada de todos los monstruos y caídas producidas por la rutinaria vida de este continente (pequeño para albergar tus mañanas, para acicalar el sol que te gustaría entrara por tus ventanas. Para alojar tus deseos, para cobijar tus sueños.)

Una vez más la felicidad y la prosperidad no se encontraban en aquella pequeña isla del Pacifico, ni entre las piernas de la novia número ocho que te llevó hasta allí, del mismo modo que no fuiste capaz de hallarla revolviendo en los rincones de los contenedores de New York. Ni tras los árboles de aquel bucólico pueblo del Pirineo. Ya ves, ni siquiera fuiste capaz de encontrarla tras aquel retorcido recodo de ese Río de nombre impronunciable en el que viviste algunos años.

Como siempre, que tras meses y años sin saber de ti, volvías buscando un hombro y una lumbre caliente en la que dejar caer tus dolores. Me enseñaste heridas que yo ya conocía. Tal vez más profundas, decías.  Tal vez más profundas, pensé. Eran las mismas. Las del primer fracaso. Las de aquella mujer que te dejó llorando, con el rimel negro surcando tu carita de gata triste, arruinada y dolida. Las del negocio fracasado. Las del dinero que se perdía entre los dedos como el agua de un arroyo al beberla con las manos. Las de la carrera sin acabar. Las del negocio que había prosperado por ti, y que nunca te reconocieron.  Las de la Herencia que robaron las primas. La vida, amiga, la vida cariño y sus latigazos.  Yo jamás supe contarte, jamás supe decirte que, probablemente, no hallabas las soluciones porque los problemas los llevabas escondidos, sin tu saberlo, bajo las uñas, en tu pelo, en el dobladillo de tu falda, asidas a tus tacones, entre la cuarta y sexta capa de tu dermis o en el tintineo de la filigrana que lucias en las pulseras de tus tobillos. En tus labios.

Una vez más hablábamos de otra travesía en el desierto. El vino y la lluvia de finales de marzo ayudo a dejar de hablar de corazones fatigados, de arañazos de la vida y comenzamos a hablar de arañazos en la espalda, del libro que no escribiste, de los jirones de piel dejados en los rincones del camino de los años. Nuestras lenguas curaron todas las guerras del alma. Hasta la siguiente herida, hasta la siguiente huida, hasta el próximo fracaso.


viernes, 13 de marzo de 2015

POR ELLAS.

Hemos hablado por aquí, ya sabéis, de lo humano y lo divino, de copas de más y de algunas de menos. De fiestas y flores. De muerte y de vida, de amor, sexo, poesía, café, cervezas. De los rostros que se ven en los bares las noches de insomnio y sueños. Hemos hablado, incluso, de la falta de inspiración y de la imposibilidad de encontrar en los diccionarios las palabras que quiero que salten de mis dedos a tus manos de pecado.

No hemos hablado, sin embargo de aquellas palabras que no escribimos, de todas aquellas ocurrencias que algunas tardes de lluvia volviendo del trabajo nos traen las musas desde el parnaso de tus ojos y que se olvidan antes de poder compartirlas. Estas letras van dedicadas a ellas, a todas aquellas palabras, poemas, poesías que se nos han ocurrido y hemos olvidado.

Por aquella prosa poética que un atardecer naranja de un jueves cualquiera viene a nuestra mente, pensamos escribir en la servilleta del bar de nuestras huidas y que justo en el momento de coger un boli con tinta azul pasa un ángel con un tejano ajustado y hace que tan linda inspiración abandone el cerebro, deje de existir, aún antes de haberse plasmado en ningún papel. Marcha la inspiración tras el movimiento de esas caderas ceñidas al pantalón.

Brindemos, pues, por todas aquellas maravillosas palabras que han quedado en el tintero, que no supimos escribir porque nos lo impidió un suspiro, el recuerdo de las escaladas a tus trenzas. Por aquellas que se extraviaron en el bosque de la inspiración porque vinieron justo en el centro de una aburrida reunión y marcharon cansadas de números y problemas ajenos, cansadas de esperar a ser escritas en tu vientre, que marcharon para no volver. Tal vez buscando unos dedos que, efectivamente, se tomen la molestia de escribirlas.

Por aquellas poesías que, en noches estrelladas de cuarto menguante, bajan de las pestañas de Caliópe para aposentarse en nuestros ojos dormidos, y medio en sueños pensamos que recordaríamos con el primer café, caliente y prosaico del segundo Lunes del mes. Por aquella poesía que en sueños era clara, cristalina y que en el tercer sorbo de café eres incapaz de recordar. Caliópe es generosa pero celosa, o aprovechas su inspiración al momento o te la roba.

Será, ya ves, que muchas palabras no las he escrito (tal vez me hubiera gustado escribirlas en tu espalda, plasmarlas en papel o insertarlas en ese poemario que jamás escribiré) como decía, palabras que no he escrito y no porque no se me hayan ocurrido, sino porque han marchado a un ignoto cielo, como marchan las espurnas del fuego de las hogueras de San Juan. No las he escrito porque se me han olvidado, se han marchado como se marchan las cosas buenas, las he olvidado como olvidé el sabor de algunos  besos y el calor de algunas manos.

Por todas esas palabras que son danza y poesía que nos presta Terpsicore durante tan pocos instantes que marchan de modo triste antes de compartirlas. Por aquellas  que se van, fíjate, tal vez, a bailar con las golondrinas o a esconderse bajo tu falda, agazaparse junto al color que más te guste a la espera de que vuelva a encontrármelas.

Aquellas frases, que supongo maravillosas, se me ocurren cuando me pierdo en tu sonrisa mientras me invitas a un vino, cuando me enredo en tu pelo o juego en tu vientre observando el piercing que no tienes en el ombligo. Aquellas que no escribo con henna en tus brazos, y que   soy incapaz de recordar y por tanto tan sólo han existido un instante en mi mente, poemas prosaicos que solo yo he disfrutado y que desgraciadamente he olvidado


Hoy, mira, me gustaría brindar por toda la inspiración que no he aprovechado y que tal vez para siempre haya marchado. Salud

jueves, 5 de marzo de 2015

EL SABOR DEL PECADO


Yo siempre he vivido cerca del mar, de mi mediterráneo, y tú siempre has vivido en todas partes. Volviste de Copenhague con una sonrisa en los labios, las uñas pintadas de morado oscuro, y bajo la piel el eterno recuerdo.

Hacía tiempo que no nos veíamos ni compartíamos confidencias. Tomamos un vino en una de estas tardes de principios de primavera en las que no sabes si hace frío, calor, lloverá o nos caerá un trueno sobre la cabeza. -Qué tal tu marido? y tus hijos?- te pregunté cortes. – Bien, sin novedades en ningún frente, fíjate, cada día más grandes- contestaste risueña mientras me enseñabas en el móvil fotos de los pequeños. Tus ojos se enmarañaban, probablemente, en sus sonrisas.

No sé muy bien de que modo la conversación fue derivando en el Existencialismo de Kierkegaard, en su filosofía, en la condición de la existencia humana. Sobre el individuo y la subjetividad que habita en la libertad. De la responsabilidad que implica estar vivos. Supongo que acabamos con algo tan tedioso porque venias de Copenhague. Ves a saber. Tal vez el vino blanco, o el miedo a hablar de cosas que realmente nos importen.

Tras la segunda copa de vino de rueda te dije; – Sabes? En realidad, ahora mismo, más que saber si la angustia ante la existencia puede ser algo positivo, me interesa saber a qué sabe esa magdalena de frutos del bosque- reí y señale una magdalena del mostrador. – jajajajaja, que prosaico y mundano eres cuando quieres- contestaste sonriendo e iluminando el moderno bar. – Bueno, también me pregunto qué sabor tiene el pecado- te replique sonriendo.

-Anda vamos, que empieza a oscurecer-. Pague. (Caro como siempre) Subimos a tu coche, un opel viejo, rojo, destartalado. De un revoltillo que habías hecho con tu chaqueta sacaste una magdalena. – Toma la robé para ti.- dijiste riendo. –jajajajajajaja, eres la leche- la mordí. -Está buena, pero sólo resuelve una de mis dudas, sigo sin saber a qué sabe el pecado.-

El cielo empezó a llenarse de nubes grises, dirigiste el coche hacia esa pequeña cala que me vio crecer y madurar. Empezaba a llover sobre tu coche y sobre las tardes de todos aquellos que permanecían aburridos en sus casas. Saliste fuera del coche.  Te  seguí.

El mundo no dejo de girar. El sol hacia horas, que vencido, se ocultó tras las nubes. Mordiste un trozo de la magdalena de frutos del bosque. Sonreías y yo me perdí entre el nácar de tus colmillos. Miré tu vestido; corto, gris marengo,   media manga en los brazos, cuello alto, ceñido, sin escote. Siempre tuviste una belleza indómita. Me besaste discreta en la mejilla cerca de la boca. Una gota cayó entre tus labios y mis mejillas. Te miré. Me miraste. Tu lengua y la mía se encontraron bajo esa incipiente lluvia de la primera primavera.

Mis manos se perdieron en tu cintura, y yo perdí la vergüenza, el norte y el pudor, lamí tu boca, me enrede en tu pelo, susurre en tu oído, manosee tu espalda, baile con la cremallera que apretaba el vestido a tu cuerpo. Dejé de pensar, empecé a olvidar  el pasado, el presente, y a serme indiferente el futuro, tu marido,  mis obligaciones. Desapareció el mundo. Los tejados dejaron de cubrir edificios, tan sólo importaba lo que había bajo tu ceñido vestido gris marengo, el color de tu ropa interior y la pulsión que  refulgía en mis venas.
De pronto el pequeño chirimiri se convirtió en lluvia que caía por tu espalda. Mis tejanos ya no podían aguantar lo que dentro de ellos había.  Tus pezones se trasparentaban por la lluvia caída y por su dureza.

 Diste media vuelta en el mismo instante en el que la primavera decidió caer sobre los corazones de todos los que habitamos el hemisferio norte. Apoyaste tus manos contra el coche. Levanté tu falda y bajo ellas habían unas preciosas medias enganchadas en tus muslos. Un tanga, pequeño color burdeos que aparté para introducir un dedo y moverlo dentro de ti, luego otro y otro.   Bajé y lamí aquella maravilla. Gemías, llovía el cielo y el sonido de tu boca se mezclaba con el olor a arena mojada, que como volutas de incienso y sándalo ocupaban el lugar en el que estábamos e impregnaba el aire de ti, de mí, de sexo, de susurros de transgresión.

Aparté mi lengua de tu sexo. Tú arqueaste tu espalda y ofreciste esos dos lugares. Entré en uno de ellos.  El pequeño hilo burdeos  de tu tanga rozaba mi virilidad, que incontrolada entraba y salía en ti. Te agarrabas del techo de tu coche.  Tu culito se enseñoreaba en mis ojos mientras llovía y tronaba en el horizonte, le di un fuerte cachete al compas de tus movimientos. – EEEEIIII no me dejes ninguna marca-, dijiste, – Duerme esta noche con pijama, y nadie verá nada- te dije.  No te vi, estabas de espalda. Pero sin duda sonreíste  mientras yo observé en ese precioso lugar que siempre estuvo duro, años atrás por la efervescencia de la juventud, y ahora por las horas de gimnasio, la marca de mi mano.

Me gustaría pensar que coincidió con un relámpago. No sé si fue así. Pero movías tus caderas espasmódicamente un instante antes de tu primera muerte. Yo con mucho esfuerzo aguanté.

Me obligaste a salir a de ti, te agachaste con la belleza de los movimientos de una gata que está a punto de obtener su mejor presa, tu mano derecha apretó desde mi trasero y  tu mano izquierda cogió los dos recipientes que a punto estaban de vaciarse. Introdujiste mi virilidad en tu boca, húmeda y caliente. Se paró el mundo y los relojes. Los ángeles empezaron a sonreír, y los demonios no podían ocultar su satisfacción. Finalmente, yo, también tuve la pequeña muerte de los franceses en tu boca.

Llovía en primavera. Te levantaste de la postura en cuclillas que mantenías, las gotas del cielo brillaban en tu pelo, en tus pestañas, en tu cara y en tu boca, incluso alguna de esas gotas refulgían en tus uñas pintadas de oscuro. Un hilillo blanco se adivinaba por la comisura de tus labios. Tus ojos de hembra mágica brillaban en el cielo. Me besaste dejando caer en el cielo del paladar de mi boca parte de la lluvia blanca que contenías sobre tu lengua. Sorprendido la saboreé. Giraba el mundo.

 – a esto, cariño, a esto sabe el pecado-