Me gustaría caer sobre ti como cae, en los cortos y buenos inviernos, esa nieve que anuncia años de bienes. Ser quien cuenta las estrellas de tu espalda y acaricia la luna bajo tu ombligo. Ser como ese café que debería de ser lluvia en los campos del Sahel.
Me gustaría perderme en la sombra de filigrana que tus dedos dibujan los agostos en la arena de mi playa, perderme en el filo de tu pantalón, en el dobladillo de tu falda. La violencia tierna e imparable que fluye por tus venas. La pregunta sin respuesta. El latido bajo tu pecho. Esa certeza latente.
Me gustaría ser el soplido del lobo que no derrumba casas ni de paja, ni de madera ni de piedra, el soplido que escuece y cura tus heridas, las de tu piel y las de tu alma. Me gustaría ser las miguitas de pan que dejas para que te muestren el camino de vuelta, el hilo verde que suture tu corazón el día que este reviente y se sienta triste, roto y amargo. El hombro de tus lágrimas, tu soledad compartida, el sudor en tu cama, la promesa siempre por cumplir. El breve espacio en que no estás.
La cálida modorra que te invade las noches sin lunas, cuando la lluvia golpea el cristal de las ventanas y el frio presente te hace tener dulces sueños en los que sueñas conmigo y tus dedos viajan entre tus muslos para recordarte historias vividas y fantasear sobre devaneos por venir.
Ya ves, quisiera ser, la derrota que celebras, la duda que te invade, la certeza que siempre habite en tus manos, un temblor en las mañanas sin café. El te quiero que susurras cuando estás sola y perdida. El lugar al que regresar.
La sabana de negra seda que cubre tu cuerpo, tu pecado y redención, un mordisco en tu culito. El abrazo al amanecer los días sin número ni nombre.