Estaba sentado en una terraza con el mediterráneo rugiendo como un gatito contento y dejando en la arena un deseo de tener las aguas más calientes. La tarde caía retraída y taciturna como a destiempo, como queriendo durar un poquito más. Resistiéndose el sol a marchar tras las montañas. Era una sosegada tarde de final de invierno, en las que parece que todo marcha bien, en las que parece que todo transcurre con esa tranquilidad con la que los cachorros de León van a dormir entre las protectoras zarpas de sus madres leonas.
Leía el periódico, ya sabéis la fea costumbre que tengo. Tenía allí en mi regazo unos poemas de Omar Khayyam y en lugar de deleitarme y disfrutar de sus palabras bailando ante mis ojos decidí leer la prensa.
Once, once eran las mujeres que han sido asesinadas por sus parejas, exparejas y/u otros de análoga relación. (creo que ahora cuando me dispongo a publicar estas palabras han habido, al menos tres asesinatos más) Catorce, o ves a saber cuántas, a estas alturas del año recién empezado, casi recién nacido. Una, sólo una sería absolutamente inaceptable. De repente el mediterráneo se vuelve oscuro y gris. El sol, de pronto, tuvo mucha prisa por marchar y esconderse tras las montañas, tal vez para no leer lo que yo leía, tal vez para no llorar. El cachorro de León que estaba a punto de dormir agazapado en cómodas pezuñas se transformó en un monstruo que ruge pesadillas de angustia. La tarde cae. Mi sonrisa cae. Mi alegría por un mundo un rinconcito algo mejor se estrella irremediable contra esta realidad crudita y poco hecha que tenemos a nuestro alrededor. No llueve, pero diluvia en las almas de los hombres y mujeres de bien.
Hay tantas, tantas cosas que no puedo entender (disculpar las estrechas entendederas de este que intenta serviros la realidad envuelta en poesía, en poemas) son tantas, no ya las injusticias, que todos conocemos y que incluso acepto como parte de la vida. Dolor, alegría. Dicha, tristeza. Penurias, abundancias. En fin, vida en las dos caras de su moneda que sería imposible narrarlas todas, pero el hecho de que alguien acabe con la vida de otro alguien me es incomprensible (a no ser que sea en defensa propia o de los tuyos, harina de otro costal en la que quizás entremos algún día) esas muertes, inútiles, me parecen totalmente incomprensibles y aterradoras. Máxime cuando esa muerte es a manos de una persona que en algún momento ha querido, ha amado, ha compartido proyectos y promesar, certezas y miedos, con la persona que ha transformado en su víctima.
Me gustaría decir algo que no se haya dicho ya sobre el tema. No se me ocurre nada. Está todo dicho y curiosamente todo por decir. Supongo que se limita a aceptar que nadie es propiedad de nadie, que cada cual es libre de elegir su destino y decidir volar en una dirección u otra con una u otra compañía. Que todos deberían de entender y aceptar que pueden ser dejados por otras almohadas, por otras camas, por otros sueños, por otros destinos o por otras personas y deben de ser capaces de aceptar la frustración el desengaño y el revés que en ocasiones trae el tiempo. No siempre los planes salen como sueñas. No pasa nada, así es la vida, hay que aceptar lo bueno y asumir lo malo. Así de difícil, así de sencillo.
Desgraciado el día en el que aquel que debería de haberte hecho dormir en lunas de cuarto creciente y compartir el nacimiento de estrellas acuchilla tus sueños y tu carne enviándote al cielo, al paraíso de los que mueren antes de tiempo. Condenándose ellos con la misma cuchillada a un infierno eterno en el que debieron entrar, para no salir, en el mismo instante en el que se les paso por la cabeza arrancar una vida. Primaveras podridas. Frio en la mirada. Silencio que brama lo injusto.
Cada grano de arena que tengo frente a mi, mientras escribo estas palabras, gritan maldiciendo los nombres de esos asesinos, de todos los asesinos. Deseando que jamás encuentren mano a la que cogerse, ni hombro en el que llorar su vergüenza y la cicatería de sus negras entrañas.
Tristeza suelta y desatada, mil lagrimas derramadas por pupilas que de verdad querían a las muchísimas que ya han muerto (el año pasado por estas fechas eran 4, muchas muchísimas también) Dolor perenne, como las hojas de las acacias, como los pinchos de los cactus venenosos. Amarga desdicha que siempre estará pegada a la medula de los seres que han perdido a esas mujeres.